Nos cuenta Díaz Salgado que a finales del siglo 19, “muchos intelectuales, principalmente periodistas” cuestionaban públicamente el prestigio de la Academia. Las definiciones del diccionario “(…) solían ser inútiles en muchas ocasiones, amén de disparatadas en otras tantas (…)”. Díaz dice que “el sillón académico se había convertido en una manera fácil de conseguir el título de excelentísimo”. Leopoldo Alas fue uno de esos tantos escritores que fustigó a la Academia sin piedad. Decía: “Todos sabemos, y no hay por qué andar con tapujos ni hipócritas atenuaciones, todos sabemos cómo se hacen los académicos (...). Y ¿a quién se prefiere? Al que no hace sombra, (...) al escritor silbado, (...), o al político con ridículas pretensiones de literato, o al intrigante vanidoso, o a un sobrino de su tío. (...). En la Academia hay muchos hombres ilustres de verdad (...) pero da la pícara casualidad de que esos señores ilustres no toman cartas en el asunto del Diccionario. Uno de ellos me decía a mí, no ha mucho: «El diccionario es muy grande y nadie lo puede leer todo». Y es verdad, muchos de los disparates de abolengo que figuran allí no han desaparecido porque no los ha visto nadie.” Alas, dice Díaz, hablaba sin tapujos “pero si hubo un autor que azotó los traseros académicos”, ese fue el periodista Antonio de Valbuena. Le cuento mañana de Valbuena y la culebra.
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EL TERROR DE LOS ACADÉMICOS
Aida Vergne habla de Leopoldo Alas, uno de tantos escritores que fustigó a la Real Academia Española.