La extrañeza en lo sencillo, en la cualidad de metáfora visual, eran una caricia interna, un cariño de otro orden.
La extrañeza en lo sencillo, en la cualidad de metáfora visual, eran una caricia interna, un cariño de otro orden.
Le digo que es como un acantilado. Que imagine un acantilado, esa palabra profunda y rocosa, terrosa. Le digo que avisté desde la ventanilla de mi asiento de avión un acantilado, que lo imagine. El sol moldeando los claroscuros de aquella nube majestuosa que contenía eso, un acantilado, y mi asombro lanzándose a recorrer sus dimensiones. Un asomo a la belleza desde aquella fastuosidad tan distante al habitual caos de lo cotidiano comenzó a desarmarme. Ni el cansancio de madrugar para no perder el vuelo, ni la idea de agotamiento de hacer escala pudieron contra mi fascinación mañanera recién estrenada. Mirar las nubes. Contemplarlas en su condensada sencillez. Ese momento de conmoción ante la geografía inasible, como paisajes de algodón, tan seductora e imposible, se transformaron en densos goterones que no evité dejar atravesar las mejillas, barbilla abajo. La extrañeza en lo sencillo, en la cualidad de metáfora visual, eran una caricia interna, un cariño de otro orden.
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