Los niños aprenden nuevas palabras muy rápido. De hecho, Dubinsky señala que con tan solo una exposición significativa a una nueva palabra, el niño recalibra lo que sabe del mundo. No obstante, que una palabra les resulte familiar o incluso que recuerden cómo se usa, “no es garantía de que la usen correctamente”. Y es que el proceso de entender el significado preciso (si es que eso existe) de una palabra, y sus múltiples usos toma mucho tiempo. Además el niño tiene que estar expuesto a ella en muchas ocasiones y contextos distintos. Una palabra es una experiencia de vida. Por eso muchos niños, al usar palabras que no conocen bien, las emplean de maneras muy curiosas que, lejos de ser errores, son espejos de las asociaciones que hacen con el conocimiento que tienen. Dubinsky recoge innumerables ejemplos que ilustran estos usos descabellados (y muy creativos) de las palabras. Como el niño que, en el cine, le dice a su hermanita: “la película no empieza hasta que enciendan la oscuridad”. ¿Qué hizo el chimicuín? Extrapoló, como bien señala el autor, el significado y la acción de prender la luz (lo cual no deja ser muy lógico después de todo) a la oscuridad. Agrega nuestro amigo que los niños, con mucha frecuencia, si no saben el nombre de algo, se inventan una palabra. Lo interesante es que el invento casi siempre guarda relaciones de sentidos con la cosa nombrada “aunque no sean palabras reales”. Esto último me recuerda el cuento del chamaquito que dijo que el perro grande, es... “perrote”; el chiquito, “un perrito”. ¿Y si era mediano?... “Un perrano”. ¿Lógico no? ¡Fabuloso!
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Los niños y las palabras
Aida Vergne habla de las palabras y los niños.