En la primera parte de mi niñez todo parecía acabarse. El petróleo escaseaba, la capa de ozono amenazaba con ceder y el sol prometía achicharrarnos para siempre. El sida se convirtió de pronto en plaga divina, y las llamas quemaban todo: el edificio Dupont Plaza, los transbordadores espaciales y hasta el pelo alisado de Michael Jackson. En un abrir y cerrar de ojos, la gravedad comenzó a ser un principio democrático: el equilibrista Karl Wallenda caía en el pavimento, víctima de los vientos; el muro de Berlín y la Unión Soviética victimarios del doblez obligatorio de los mapas. La salsa gorda, último bastión del timbal y el trombón, era poco a poco sustituida por una salsa insulsa y cursi, y los políticos solo respondían al llamado animal: uno era un gallo y otro un caballo.
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En la primera parte de mi niñez todo parecía acabarse.