Hay un horno real. El de las noches. Tendida en el catre, apartando alimañas, miro al techo y recuerdo los días de “la escuela al campo”, que eran 45. ¿Qué podíamos tener entonces, quince, dieciséis años? En una ocasión en que llegamos a una finca de Pinar del Río, nos abrieron la puerta de un barracón y el encargado dijo: “Perdonen, es que se acaban de ir unos cañeros”. No sabíamos lo que significaba aquella frase. Pronto lo supimos. Nos recibieron muchas pestes cruzadas, había colillas por doquier, trozos de lodo seco sobre las literas, parece que se acostaban con las botas puestas. Éramos como cincuenta niñas y lloramos la primera noche. La segunda, agotadas de llevar matitas de tomate de un lado para otro, jugamos al “Me comería un…”. Era un juego diseñado para la oscuridad, en el que, curiosamente, por aquellos tiempos, nunca aspirábamos a golosinas. Soñábamos con algún tipo de carne. Pollo, bistec, cuerito de lechón, pescado en salsa.
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El horno
Hay un horno real. El de las noches. Tendida en el catre, apartando alimañas, miro al techo y recuerdo los días de “la escuela al campo”