Sergio Ramírez, que además del exilio supo de la clandestinidad durante los años setenta, convierte su exilio, que de por sí es separación, en una especie de imprevista recuperación afectiva, escribe Edgardo Rodríguez Juliá
Sergio Ramírez, que además del exilio supo de la clandestinidad durante los años setenta, convierte su exilio, que de por sí es separación, en una especie de imprevista recuperación afectiva, escribe Edgardo Rodríguez Juliá
Llega el exilio. Desde niño siempre viví el exilio; virtualmente, por supuesto. Mis padrinos fueron dominicanos que habían huido de la dictadura de Trujillo. Luego apadriné a mi hijo menor con un amigo cubano en el exilio. Hoy por hoy, casi todos los buenos venezolanos, cuya amistad cultivé a comienzos de la década de los años noventa, viven en el exilio, huyendo de la autocracia chavista heredada por Maduro. Mi maestro universitario chileno, quien vivió en el exilio durante la dictadura de Pinochet, regresó a Chile solo para ser viciosa y brutalmente asesinado, su desgracia entonces convertida en tragedia. Ahora, mi querido amigo y escritor ejemplar, Sergio Ramírez, ha decidido exiliarse en Madrid, escapándose así de la inquina del duplo Daniel Ortega-Rosario Murillo. Aquí no se trata del transtierro de la llamada “diáspora” puertorriqueña, en que el regreso siempre es posible. El exilio por razones políticas casi siempre es terminal, definitivo. Se podría decir, como variante de la sentencia turca “cuando terminas la casa te llega la muerte”, que el exilio en la vejez es la imprevista despedida, y antes de tiempo, de todo lo querido.
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