La Metafísica de Aristóteles comienza con una frase célebre: “Todos los hombres por naturaleza desean saber”. En la actualidad, esa aspiración al conocimiento nos parece positiva en sí misma. Cuestionarla, ponerle límites, sería algo propio de mentalidades oscurantistas. ¿Es exacta esta apreciación? Tal vez aún seamos incapaces de desprendernos de la fe ingenua en el Progreso que caracterizó a los ilustrados, convencidos de que siempre iríamos hacia adelante y siempre para mejor. Por eso nos resulta tan perturbadora una película como El planeta de los Simios (1968), en el que el afán investigador de dos jóvenes científicos se contrapone a la censura del doctor Zaius. Pero este no aparece como un gran inquisidor sino más bien como una mente lúcida, capaz de prevenir las consecuencias negativas que pueden derivarse de ciertos avances en el conocimiento. No ignora que lo que él denomina “herejía” es la verdad, pero teme sus implicaciones. En el momento en que se estrenó la película, sólo cinco años después de la crisis de los misiles, esa era una inquietud por completo legítima. ¿No había adquirido el hombre un poder tan desmesurado que podía conducirle a la autodestrucción?
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La parábola de Frankenstein