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En 1997, con 16 años, ingresé a la Universidad de Puerto Rico. Para alguna gente, había razones por las que yo no debía estudiar en el principal centro docente del país. Justamente, esas razones eran mi principal motivación. Aquellos estereotipos que escuchaba sobre la UPR –la de los pelús revolucionarios- me inspiraban. Las críticas negativas me parecían producto de la ignorancia.
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