La ley que restringe el acceso a la información pública, firmada este fin de semana por la gobernadora Jenniffer González, representa un retroceso incomprensible en el derecho de los puertorriqueños a estar debidamente informados sobre las decisiones gubernamentales. Se trata de un estatuto que debilita un pilar esencial de la democracia: la fiscalización ciudadana sobre quienes han recibido la confianza del electorado.
Las enmiendas a la Ley de Transparencia y Procedimiento Expedito para el Acceso a la Información Pública (Ley 141-2019), aprobadas con la oposición de las minorías y de organizaciones periodísticas y comunitarias, entre otras, y sin la celebración de vistas públicas, institucionalizan un velo sobre la gestión y las decisiones del gobierno.
Como hemos advertido, lo que antes era información de acceso relativamente sencillo se convierte en un proceso filtrado y oneroso; y lo que debía ser un deber básico de divulgación se transformó en una cadena burocrática diseñada para entorpecer la labor de los medios de comunicación. En los hechos, el esquema parece orientado a derrotar por cansancio a quienes tienen la responsabilidad de fiscalizar al poder político.
Las razones invocadas por la legislatura para encaminar las nuevas regulaciones, ratificadas por la gobernadora el pasado domingo, no resisten un análisis serio: “simplificar procesos”, “no hacer perder tiempo” a los funcionarios o evitar “incomodidades”. Ninguna de estas “razones” explican ni legitiman una restricción a un derecho fundamental reconocido por la Constitución.
Esta ley se suma a una preocupante cadena de muros levantados para obstaculizar el trabajo de la prensa y de entidades que procuran información legítima de las autoridades. Basta recordar precedentes recientes en Estados Unidos, como las prácticas de la administración de Donald Trump, que incluyeron presiones directas contra medios, censura de espacios informativos y litigios contra organizaciones como The New York Times. En el caso local, el Proyecto del Senado 63, ahora convertido en ley, amplía los plazos de respuesta de 10 a 20 días laborables, con la posibilidad de extenderlos por otros 20. Al sumar fines de semana y días feriados, el tiempo real de espera puede acercarse a dos meses, un lapso que resta vigencia y pertinencia a la información solicitada y vacía de contenido el derecho de acceso al convertirlo en una carrera de obstáculos administrativos.
La promesa del presidente de la Cámara de Representantes, Carlos “Johnny” Méndez, de pausar la discusión de este proyecto quedó en nada. Al desoír los reclamos de organizaciones que históricamente han defendido la libertad de expresión, se suma a la cuestionable práctica del presidente del Senado, Tomás Rivera Schatz, de impulsar una medida de alto impacto público sin consulta ciudadana. Esta forma de proceder ignora el interés de la gente, vulnera derechos fundamentales y erosiona la confianza del país en sus instituciones.
La gobernadora, luego de dar un reciente y positivo viraje en su gestión, tras un severo juicio de la opinión pública a su liderato, en este caso cede a la presión legislativa y abre una innecesaria arista reñida con el buen juicio de los puertorriqueños.
Resulta comprensible el reclamo de asociaciones periodísticas y de otras entidades profesionales y comunitarias que se sienten vulneradas por la negativa a escuchar sus planteamientos. Hasta hace poco, era posible acceder con relativa facilidad a documentos administrativos, informes técnicos o medidas disciplinarias. La nueva ley obliga ahora a presentar solicitudes formales, esperar plazos extendidos y someterse a múltiples niveles de autorización.
Además, el contexto de Puerto Rico no admite legislaciones de esta naturaleza. Como han advertido diversos sectores, seguimos siendo una jurisdicción altamente dependiente de la credibilidad institucional, del financiamiento externo y de la inversión privada. La transparencia, por tanto, no es un valor abstracto: es un activo económico. Esta legislación resulta particularmente inquietante porque, mientras el gobierno dialoga con casas acreditadoras para demostrar seriedad fiscal y compromiso con balances sanos, envía una señal en la dirección contraria. Nadie invierte donde no hay transparencia. El costo es claro: mayores primas de riesgo y menor disposición a comprometer capital.
Reiteramos nuestra oposición a esta legislación. Se trata de una iniciativa contraria al principio democrático de transparencia. Aquello que la Constitución y la propia Ley de Procedimiento Administrativo reconocen como divulgación obligatoria queda ahora al arbitrio de la voluntad de las agencias. En lugar de promover una cultura de rendición de cuentas, se afianza la noción de que el acceso a la información pública es un privilegio burocrático y no un derecho ciudadano. Eso es, sencillamente, inadmisible.

