La condena al asesinato de Charlie Kirk es innegociable. Lo mataron a tiros en un campus universitario de Utah, en un acto público cuyo sentido era hablar y debatir frente a admiradores y detractores. Nada, ni la ideología más odiosa, puede cruzar la frontera que convierte una discrepancia en permiso para asesinar al rival.
La tragedia ha abierto, de manera exponencial, una ola de reacciones, muchas de ellas tan radicales como el mismo discurso de Kirk y que siguen inflamando, de un lado y del otro, un clima político y social sofocante tras una muerte prematura que, sin olvidar el lado humano de la existencia, deja a una madre viuda con dos pequeños hijos.
Quizás las tres dimensiones más palpables de este hecho son la creciente violencia política, el fácil acceso a armas de fuego y el ecosistema de odio partidario que ha llegado a límites inconcebibles, pese a que la historia de Estados Unidos tiene demasiados registros de otros momentos que han acabado con la vida de presidentes y líderes civiles.
La política de Estados Unidos se ha vuelto explosiva, qué duda cabe. Solo en el primer semestre de 2025 hubo unos 150 ataques por motivación política, casi el doble que un año antes, según el investigador Mike Jensen, de la Universidad de Maryland.
El factor de la disponibilidad de armas no puede obviarse. El presunto autor, Tyler Robinson, quien arriesga pena de muerte, se hizo de su rifle de alta potencia como quien compra verduras en el colmado. El país convive con un arsenal civil desmesurado. El sistema federal de verificaciones NICS registró en 2020 un récord de 39.7 millones de chequeos y este año ya suma más de 17 millones. Estas cifras son un “téngase presente” de cuán fácil resulta convertir una diferencia política, social o racial en tragedia. Y qué decir de aquella dimensión que nos aterra cuando vemos las noticias: los mortales tiroteos en escuelas y universidades.
El asesinato de Kirk destapó otra reacción inquietante: en lugar de duelo, proliferaron en las redes celebraciones de su muerte. Y desde la política, voces influyentes —incluido el presidente Donald Trump— no se limitaron a condenar, sino que culparon a “la izquierda radical” de instigar el crimen, pese a que la investigación aún no establece motivación. Gobernar exige templar el clima, no encenderlo más. Aquí sí que vale predicar con el ejemplo. Tampoco resulta plausible poner en riesgo la libertad de expresión. En este contexto, es reprochable la reciente sanción federal que sacó del aire el programa de Jimmy Kimmel y la millonaria demanda del presidente Trump contra el periódico The New York Times, que fue desestimada por un juez federal de Florida el viernes por “improcedente e inadmisible”.
La academia ha acuñado el término “polarización afectiva”, que sostiene que no solo discrepamos, sino que despreciamos al rival. Los politólogos Shanto Iyengar (Stanford) y Lilliana
Mason (Johns Hopkins) documentan cómo esa dinámica degrada normas básicas: se erosiona la confianza, se legitima la hostilidad y se toleran conductas agresivas. Esa es la antesala de lo ocurrido en Utah. Y no es el único caso: este mismo año, un pistolero que se hizo pasar por policía asesinó a la líder demócrata Melissa Hortman y a su esposo en Minnesota, e hirió a un senador estatal y a su esposa. La violencia política dejó de ser un acto excepcional; se ha normalizado.
La muerte de Kirk obliga a emitir una condena absoluta del crimen y a poner en marcha un compromiso activo por desinflamar el clima que vuelve la política un campo minado. Eso pasa por cuidar cada palabra, hacer más difícil el acceso a las armas para reducir la horrorosa cantidad de fuego en manos civiles y caminar con resolución a reponer una cultura cívica que promueva el desacuerdo sin humillar al adversario ni caerle a insultos por solo pensar diferente.
Esto también cuenta para Puerto Rico. Buscar el diálogo puede parecer hasta aburrido en estos tiempos tan polarizados, pero es necesario revitalizar esa práctica que nos trajo hasta aquí y que, pese a algunas voces que copan el dial puertorriqueño, nos mantiene en pie combatiendo juntos las adversidades.