La reciente aprobación en el Senado de Puerto Rico del Proyecto 63 que impone obstáculos adicionales al acceso a la información pública plantea una pregunta inevitable: ¿qué temen los legisladores en su empeño sistemático por levantar trabas para que el pueblo conozca el desempeño del gobierno y de la Legislatura que financian con sus impuestos?
La tarea fiscalizadora que los votantes han depositado en los medios de comunicación se enfrenta desde hace años a un muro que crece ladrillo a ladrillo, bajo pretextos tan dispares como “simplificar procesos”, “no hacer perder tiempo” a los funcionarios o, sencillamente, no incomodarlos. Ese muro se eleva ahora con una nueva capa: las enmiendas a la Ley de Transparencia y Procedimiento Expedito para el Acceso a la Información Pública (Ley 141-2019), aprobadas con la oposición de las minorías y representantes de organizaciones periodísticas y sin vistas públicas.
Hace unos días lamentábamos cómo la administración de Donald Trump amenazaba la libertad de expresión en Estados Unidos censurando programas de televisión o demandando a medios como The New York Times. Hoy asistimos a una versión local de ese mismo guion, donde el poder público restringe el acceso a la información con el Proyecto del Senado 63 que eleva los plazos de respuesta de diez a veinte días laborables, con posibilidad de extenderlos otros veinte. Si se suman fines de semana y feriados, el tiempo real se acerca a dos meses. En ese lapso, la fiscalización pierde vigencia y la burocracia asfixia la pertinencia que le da la actualidad a un dato público.
La intención del decreto está plagada de vicios. Resulta inconcebible que un asunto que toca la médula del principio de transparencia —el derecho del pueblo a estar informado— se haya aprobado sin consulta pública. El presidente del Senado, Tomás Rivera Schatz, confunde una vez más el liderazgo con la imposición, y el resultado es un retroceso institucional que ignora el interés público, los derechos del ciudadano y erosiona la confianza del pueblo.
En teoría, la Ley 141-2019 nació para fortalecer la rendición de cuentas. En la práctica, ha terminado institucionalizando la opacidad. Lo que antes era información de fácil acceso se convirtió en un filtro, y lo que debía ser un simple deber de divulgación transmutó en un favor que el ciudadano debe solicitar por escrito.
Antes de su aprobación, los periodistas —que ya habían sufrido otras limitaciones— podían acceder a documentos administrativos, medidas disciplinarias o informes técnicos. La nueva ley obliga ahora a presentar peticiones formales, esperar plazos extendidos y someterse a capas de autorización que dilatan cualquier respuesta. En áreas tan sensibles como salud, contratación pública, presupuestos de inversión o plazos de ejecución, la información que debía fluir como parte natural del proceso ahora requiere invocar la ley para ser liberada.
Esta iniciativa va en contra del principio democrático. Lo que la Constitución y la propia Ley de Procedimiento Administrativo establecen como divulgación obligatoria, hoy queda al arbitrio de la buena voluntad de las agencias.
Existen ejemplos de cómo sí debería funcionar el sistema. El portal de contratos de la Oficina del Contralor o los informes financieros exigidos por la Ley federal de Valores son ejercicios de transparencia activa: el Estado informa sin que nadie tenga que pedírselo. Pero ese estándar se ha degradado. En la mayoría de las agencias, la respuesta típica es: “envíe una carta para darle el informe”.
En lugar de fomentar una cultura de rendición de cuentas, la Ley 141-2019 ha legitimado la idea de que el acceso a la información es un privilegio burocrático, no un pilar constitucional. La libertad de expresión no se protege solo garantizando que se pueda hablar, sino asegurando que la información fluya. Sin transparencia, la palabra pública pierde fuerza. Se diluye. Bajo ese manto florecen todo tipo de tropelías, como la porfiada realidad se ha encargado de demostrarnos.
Puerto Rico necesita recordar que el derecho a saber no es un trámite: es un derecho ineludible que establece nuestra Constitución.