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Cuando los frailes misioneros verificaron la honda espiritualidad de nuestros antepasados taínos se convencieron de que se encontraban ante hombres y no ante bestias. Reclamaron entonces a la Corona garantías del trato digno que merecen los hijos de Dios (cfr. Montesinos, “Homilía IV domingo de adviento”, año 1511). Según los estudiosos, existe cierta “cultura puertorriqueña” a partir de las primeras décadas del siglo XVIII (cfr. López Cantos, “Puertorriqueños: mentalidad y actitudes”). En esta cultura cristiana afloraba el sentimiento religioso y se cristalizaban devociones populares a manera de tradición (cfr. Íñigo Abbad, “Historia Geográfica Civil y Natural de la Ysla de San Juan Bautista” [sic]). Los arcanos del taíno, la magia del negro y el dogma cristiano son los connotados intrínsecos de nuestra idiosincrasia. La literatura insular decimonónica revela que la espiritualidad del puertorriqueño se enriquecía continuamente. “El Gíbaro”, de Manuel Alonso, disipa dudas al respecto.
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