¡Sultán!, ¡sultaaan!”, exclama dándome la bienvenida el masajista que va a ofrecerme el tratamiento de relajación y limpieza en el baño turco Cagaloglu. En lugar de irme al spa de los hoteles de la ciudad de Estambul, prefiero mimarme en uno de los hamam tradicionales, como en los que se recompensaban los emperadores del gran Imperio Turco Otomano (entre 1299 y 1923), y sus guerreros que llegaban mugrientos y cansados del campo de batalla.