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Imagina tener a tu hijo en prisión. Para hablar con él, debes usar un sistema de tarjetas prepagadas. Asumes el gasto, dentro de otros tantos que tienes, porque es la única oportunidad de escuchar su voz cuando llama desde el teléfono de pared. Un día, los guardias penales lo trasladan a otra cárcel sin nadie decirte a cuál. La compañía que administra el servicio telefónico le prohíbe usar la tarjeta a la que le había depositado $20. Pasan tres meses, y luego se percata de que ese dinero desapareció.