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Me paré frente a la tetera y sonreí. Escucharla sisear y chisporrotear después de cuatro meses era como oír la fanfarria de una superproducción cinematográfica. Toqué el calientito de su constitución metálica, y cuando se apagó, me serví la taza, derramándose también por todo mi cuerpo una efusión de ‘¡gracias!’. Lo mismo con la secadora, el horno y, lo que sentía como la gloria de todo el confort humano: una ducha con agua caliente.
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