El problema brasileño
“Ordem e Progresso,” la divisa brasileña, surgió de una cita de Comte, cuya doctrina positivista inspiró a los fundadores de la República. Ya que este viernes se cumplen 130 años de su proclamación, reflexionemos sobre la ironía de dicho lema en un país sin orden (sobre 50,000 asesinatos al año) y sin progreso (25% de la población vive con ingresos familiares de $5.50 al día) – otro “Estado moderno” carcomido por la irresponsabilidad y el fascismo.
Brasil, el quinto país más grande por área y el sexto por población, no ha protegido estos recursos humanos y naturales debidamente. El colonialismo portugués subyugó y asesinó indígenas y africanos, más comenzó la explotación y deforestación del Amazonas, la selva tropical más extensa y biodiversa del planeta. La misma estuvo recientemente plagada por incendios que la actual administración facilitó (desregulando prácticas comerciales peligrosas) y luego ignoró (hasta que la comunidad internacional, ofendida, la obligó a reaccionar).
A dichos abusos históricos y contemporáneos, debemos añadir que entre 1964 y 1985, el ejército mantuvo una dictadura brutal, y que la administración estable más reciente y más querida, del presidente Lula, se prestó para el malgasto de fondos en infraestructura para el Mundial de la FIFA y las Olimpiadas, y para el escándalo de Petrobras, probablemente el esquema de corrupción más abarcador y complicado en la historia de Sudamérica.
Su nuevo presidente, Jair Bolsonaro, aprovechó su campaña para promover posiciones y comportamientos sexistas, racistas, homofóbicos, militaristas. Así cayó una de las mayores democracias del mundo en manos de un tirano retrógrada.
Como vecinos hemisféricos, nos debe consternar este suceso, y más aún cuando nuestro presidente (no electo por nosotros, claro está) lo da por grato. Ahora mismo, “la gran popeya” es otro ejemplo de autócratas lanzando el liberalismo por la borda.
Para salvarnos, ya toca retomar el timón.
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