Necrópolis
Nos encontramos abrumados por titulares de masacres, guerras de puntos y tiroteos en plena luz. Para algunos esto es algo que se ve solo en noticieros y videos virales. Para otros es parte amarga de la cotidianidad. Pero no importa la relación o proximidad que tengamos a las balas que se cruzan por el aire, a todos nos preocupa la seguridad y la posibilidad (o imposibilidad) de vivir en lo que antes llamábamos la isla del encanto.
Este semestre doy un curso en Nueva York sobre la vida en Puerto Rico después del huracán María, pero rápido se convirtió en un debate sobre la incapacidad de vivir en el Puerto Rico actual. Empezamos con un artículo de las investigadoras Hilda Lloréns y Maritza Stanchich titulado “Water is life, but the colony is a necropolis” (El agua es vida, pero la colonia es una necrópolis). El artículo habla de nuestras luchas ambientales y de cómo desde mucho antes de María muchas comunidades batallaban por tener agua limpia, terrenos sin contaminación y aire libre de cenizas.
Lamentablemente Puerto Rico cada día se asemeja más a lo que los teóricos llaman una necrópolis — una sociedad en la que la muerte o la imposibilidad de vivir es una amenaza constante. Esta imposibilidad de vivir la vemos en nuestras condiciones de salud, incluyendo la incidencia exorbitante de cáncer en Vieques (27% mayor que en “la isla grande”), la tasa de pacientes de diabetes (50% más que en los estados) y una incidencia de asma infantil de las más altas del mundo. Uno de cada tres niños ya padecía de asma y médicos sugieren que esto ha aumentado desde el huracán a causa de hongos producidos por las inundaciones.
Más allá de los problemas de salud, la incapacidad de vivir se siente también en el deseo de tener una vida digna, con un salario digno, y de poder sustentarnos sin tener que exiliarnos. Gran parte de lo que se expresó en las calles en el verano fue justo ese deseo de vivir plenamente. Se veían alusiones frecuentes a las muertes de María, la amenaza constante de que nuestros familiares se nos vayan “para allá fuera” y el deseo de vivir sin preocupación de perder servicios básicos.
No por nada una de las frases más utilizadas para referirnos a cualquiera de nuestras múltiples crisis es: “se nos va la vida”.
Pero esas dificultades no nos afectan a todos por igual. Vivimos en un país en estado de alerta por la violencia de género, en un país donde los que no tienen los recursos para reconstruir casas destrozadas o “reinventarse” se sienten obligados a partir, y donde cientos de niños tienen que soltar sus juguetes para protegerse de las balaceras mientras otros duermen tranquilos en urbanizaciones cerradas. (De hecho, algunos dirían que nuestro problema principal no es la criminalidad, sino la tasa astronómica de desigualdad).
Luego de la masacre en el residencial Ramos Antonini me puse a buscar testimonios de cómo esa tragedia se interpretaba por los residentes y sus familiares. Así me topé con un video en las redes sociales de la prima de una de las víctimas. La joven habla del dolor que sintió al ver el video de las balaceras correr por las redes y su frustración con cómo la gente compartía las imágenes explícitas sin respetar el dolor ajeno: “Hay familias que eso les duele. Que ver esa foto les lastima. Hoy es mi familia y mañana puede ser la tuya”.
Un detalle importante es que la joven se había mudado recientemente a los Estados Unidos. Entre lágrimas, explica el dolor de tener que ver estos videos desde la diáspora: “Mientras yo estoy por acá mi familia se vuelve más pequeña”.
Muchos sugieren que la pobreza es uno de los mayores factores de riesgo de criminalidad. Pero por encima de eso, hay que recalcar que la pobreza aumenta la probabilidad de que te criminalicen y de que un crimen te cueste la vida. Ser pobre aumenta tu riesgo de ser vigilado y arrestado por la Policía, reduce la probabilidad de tener abogados y hace poco probable que tengas “amigos del alma” en puestos de poder que encubran tus actos o anulen tus sentencias.
De más está decir que entre los adinerados hay montones de pillos, hostigadores y violadores de la ley y la moral—la diferencia es que pocos de estos pagan por sus crímenes con la muerte.
Más que nada, entonces, la pobreza es un factor de riesgo para la incapacidad de vivir. La pobreza (que cabe recalcar tiene un gran componente racial) te pone en riesgo de padecer de enfermedades como la diabetes y el cáncer, de vivir en zonas inundables, de que te nieguen ayudas y préstamos de FEMA, y en riesgo de balaceras.
Si lo que queremos es prevenir el crimen, tal vez lo que se debería aumentar no es la presencia policiaca en los residenciales, sino las investigaciones contributivas en las residencias privadas. (Apuesto que detrás de los portones de las urbanizaciones cerradas hay más dinero lavado que en los caseríos o en las gradas de un concierto de reggaetón).
Ahora, si lo que queremos es prevenir la muerte, lo que nos urge buscar no son nuevas formas de criminalizar, sino nuevas maneras dignas y saludables de vivir, y no solo sobrevivir, para poder así salir de la necrópolis.
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