

En poco más de una semana se cumple el vigésimo aniversario de un ataque terrorista que resultó emblemático en la historia reciente de Estados Unidos. Entonces, por primera vez en su extensa historia bélica, la población estadounidense tuvo una muy breve, pero dramática experiencia directa de un bombardeo. Las imágenes de la caída de las Torres Gemelas, las densas nubes blancas que avanzaban por las calles neoyorquinas con la aparente materialidad de un gusano gigantesco y la destrucción provocada por otros dos aviones utilizados como misiles por los terroristas, han quedado grabadas en las mentes. Para los estadounidenses el 11 de septiembre de 2001 provocó un trauma: una frontera considerada hasta entonces infranqueable había sido traspasada, mostrando la ineficiencia de los sistemas de inteligencia de Washington. No eran detalles menores el que la inmensa mayoría de los 19 terroristas que llevaron a cabo el secuestro de los aviones fueran saudíes, es decir ciudadanos de uno de los más íntimos aliados políticos y económicos de Estados Unidos, ni que el diseñador de los atentados, Osama Bin–Laden, había sido un antiguo protagonista del apoyo geoestratégico de la inteligencia de ese país.
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