Detengo un taxi en Buenos Aires. Luego de que el chófer escucha la conversación que sostengo con mi esposa, nos pregunta de dónde somos. Damos la respuesta y acto seguido le escuchamos casi gritar dentro de la cabina: “¡Puelto Lico!” En su tono no hay nada amigable, ni siquiera una lúdica ironía. Está claro que constituye algo rayano en la agresión y contesto con una contundencia tal —“Lo que ocurre es que nosotros lo decimos pronunciando las erres”— que el taxista se corta, enmudece y nos transporta el resto del trayecto agobiado por la verguenza.
Se adhiere a los criterios de The Trust Project