El espacio de una vida
Una vida que acaba antes de tiempo, sobre todo si es de manera abrupta o traumática, sin tiempo de prepararse ni muchos de despedirse, deja un vacío en el universo cuya magnitud no hay manera de medir.
Quedan a la intemperie, primero, los familiares del inesperado difunto, quienes de un momento ya no pueden ver, oír ni tocar a una persona cuya ausencia, un instante antes de la muerte, era inimaginable.
Permanecen, se dice, en el pensamiento o a veces en los sueños. Hay quien ha dicho, incluso, que ve al ido en la naturaleza, en las cosas que le gustaban, en los ojos de algún sobreviviente, hasta en algún paisaje.
Es verdad. Pero eso nunca se compara con que la persona en cuerpo presente. Nada sustituye la palabra viva, la respuesta, el contacto, la caricia, si fuera el caso, la certeza, en resumen, de que el otro está al alcance del teléfono o del WhatsApp o de tocarle a la puerta de la casa sin avisar e irse a pasear, a hablar y a vivir.
Sienten la ausencia también las personas que conocieron al difunto en los ámbitos social o profesional o incluso casual. Cuando el que estaba vivo deja de estarlo repentinamente, se produce una especie de cortocircuito en la memoria; cuando una concatenación de pensamientos, en su velocidad como de tren, se topa con el que no está hay una especie de accidente emocional. Es como cuando a un mecanismo de estrías le falta un diente; se encaja o salta la maquinaria.
Es ahí cuando surgen las punzadas de dolor de las que nadie que haya pasado por estos trances trágicos ha podido librarse jamás.
Lo sabe todo el que alguna vez ha tenido el impulso de llamar, o el deseo incontrolable de hablar, para contarle algo, con el que ya no está, la sensación de vértigo que da eso.
En su gran novela El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez comparó la ausencia repentina con lo que siente alguien a quien le continúa doliendo una pierna que le fue amputada, como se sabe que es el caso, porque se va la extremidad, pero no los receptores cerebrales desde donde se siente el dolor o acaso el placer en esa parte del cuerpo que ya no está. Así mismo es esto.
Por supuesto que todas las muertes son muy dolorosas. Pero cuando es un deceso natural, incluso esperado, cuando, sobre todo, hay tiempo para acostumbrarse a la idea de la ausencia, cuando se ve, concretamente, que a ese amado se le está agotando el tiempo, el dolor es, sino menor, al menos distinto. Además, viene acompañado del bálsamo de que el triste desenlace es la conclusión natural de la vida y que todos en nuestro momento vamos para allá.
El abismo grande, inconmensurable, que quien lo sufre no lo supera nunca del todo, es cuando la muerte viene a consecuencia de un acto violento. Se vive, en esos casos, no solo con el infinito dolor de la súbita ausencia, sino también con la pena innombrable de saber que la muerte no fue consecuencia del curso natural de la vida, sino de la decisión de alguien que, en un ejercicio de egoísmo imposible de explicar, decidió que otra persona no merecía ya vivir.
En esos casos, los vivos quedan aturdidos para siempre. Con el dantesco nivel de violencia en que se vive aquí, todos conocemos a alguien que ha pasado por eso, si no es que nos ha pasado a nosotros mismos.
El dolor no se agota nunca.
Las personas que lo experimentaron pueden volver a respirar, a trabajar, a vivir, incluso a veces se permiten reír. Pero el dolor sigue ahí, latiendo día y noche, como una herida que no deja de supurar. Es estremecedora la manera en que plantean estos asuntos las personas que lo pasaron: se aprende, dicen, a vivir con dolor.
Con tanta muerte violenta en este país tan pequeño, vivimos entre abismos así. Pasamos todos los días, la mayoría de las veces sin darnos cuenta, por esos espacios insondables, oscuros, infinitos, que dejan los que se fueron cuando no era su momento, por mano de otros.
Quien a veces no sospechamos, vive en el fondo de una caverna así. Hurgamos un poco y se entiende la melancolía que gravita en el fondo de la mirada. Es que le mataron a una tía, a un hermano, a la madre, al padre, al hijo, al amigo entrañable, a la maestra de elemental, al compañero de trabajo, al que lo atendía en la estación de gasolina o la que le hacía las uñas.
Vivimos, sin saberlo, en medio del eco de los miles y miles que se fueron de manera violenta y sin que fuera su momento, que desde dimensiones desconocidas reclaman, tal vez, que nos los olvidemos y que no dejemos que sus muertes sean en vano.
Es tanta la muerte aquí que ya la creemos normal, cotidiana, natural, como si tuviéramos que vivir entre ríos de sangre. Habría maneras de intentar hacerle frente a tanto dolor, de dibujarnos un futuro menos espantoso y terrible.
Pero fuerzas conservadoras, oscurantistas, retardatarias, perversas, se oponen a cualquier intento de hacerle frente a tanta desgracia.
Hay cómo hacerles frente a todas las violencias con que nos golpea la vida en Puerto Rico. Educación con perspectiva de género contra la violencia en las relaciones de pareja – que está en estos días a niveles alarmantes -, despenalización de drogas contra la violencia criminal, salud universal para manejar la crisis de salud mental que a menudo termina en violencia. Eso y mucho más.
Pero a cada intento de hacerle frente a estos flagelos, salen los enemigos del avance de la humanidad a anteponer o sus prejuiciosos o sus supersticiones o su superficialidad o su afán de mantener su dominio, o su maldad o su negativa a siquiera considerar que la manera en que se han hecho las cosas hasta ahora fracasó y que merecemos oportunidades de intentar dibujarnos un futuro menos difícil.
Habrá quien diga, leyendo esto: eso no funciona. Primero, se ha comprobado que sí funciona. Segundo, hay que dejar caer la siguiente pregunta: lo que se ha hecho hasta ahora, ¿ha funcionado? ¿Ofrece alguien una ruta diferente, esperanzadora, que no sea el famoso thoughts and prayers?¿Verdad que no?
¿Qué pretenden, que nos resignamos a que nada se puede hacer para evitar que un hombre cite a una mujer que ya no quiere ser su pareja, y le dé dos balazos en la cabeza, dejando a unas hijas sin su madre, a una madre sin su hija y a unas hermanas sin su hermana? ¿El abismo insondable de esa adolorida familia es todo lo que pueden ofrecernos?
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