

Cada aumento en la resonancia del motor incrementa un decibel más de mi soledad. Su estridencia ofensiva goza de la impunidad otorgada por la indiferencia común. Cualquier reclamo está abocado a ser ensordecido por el desinterés. Finalmente, el insolente resulto ser yo por quejarme ante lo razonable del ruido “normal” del orden de la automovilidad con su enjambre de dispositivos. La morfología del espacio urbano se levanta sobre redes-muros que nos confinan a una nueva caverna platónica, en la cual, atados por la modernidad, creemos que eso que oímos es la voz del mundo, cuando es un quejido. Estamos en una bóveda sonora mercantil, productivista, dilapidadora. Lo público es secuestrado por el control modernista. En ese cautiverio recuerdo a Kavafis: “¿Cómo pude no darme cuenta cuando alzaban los muros? Pero no oí que hicieran ruido ni que hablaran. Sin darme cuenta me encerraron fuera del mundo”. Tenemos rendijas para mirar desde el exilio. No me doy por vencido. Y de ahí me asomo con la querella, la protesta, el disgusto.
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