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Juan Rulfo le debe su única novela al ping-pong. Cuentan que una noche, después de tachar casi la mitad de sus páginas hasta casi dejarla en el hueso, Rulfo llegó a casa de su amigo Juan José Arreola buscando ayuda tras romperse la cabeza por meses tratando de darle orden cronológico a todos aquellos muertos que hablaban en su novela. Fanático del ping-pong hasta el hartazgo, Arreola desparramó las páginas mecanografiadas de su colega sobre aquella mesa verde y, luego de discutirlo, ambos llegaron a una conclusión antideportiva. Arreola no solo preparaba sus propias raquetas con madera y hule, sino que él mismo construía las mesas y las pintaba con una laca especial china, convencido de que aquella capa de tinta oriental le daba el rebote justo a la pelota. Sin embargo, toda aquella pasión deportiva y artesanal, solo sirvió para demostrarle a su amigo que a veces uno es más honesto cuando pierde. Rulfo necesitó aquella mesa de ping-pong para saber que su Pedro Páramo no era una novela que buscaba competir contra Los de abajo de Azuela, sino contra sí misma: algo así como echar un partido con esos muertitos que todos llevamos por dentro.
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