El Tribunal Supremo pierde hoy una jurista brillante y audaz, una mujer que se ha negado a sostener, desde los inicios de su carrera, una relación trivial con la verdad y la sensibilidad, escribe la jueza Maritere Colón Domínguez
El Tribunal Supremo pierde hoy una jurista brillante y audaz, una mujer que se ha negado a sostener, desde los inicios de su carrera, una relación trivial con la verdad y la sensibilidad, escribe la jueza Maritere Colón Domínguez
Pocas relaciones profesionales marcan la vida de un abogado de una manera más profunda y decisiva que el lazo que se establece entre un juez y su oficial jurídico. Con los años, el vínculo se torna tan importante y esencial que el resto de la carrera de ese jurista incipiente será siempre un diálogo ininterrumpido – a veces tenso, y otras veces jubiloso – con quien ha sido su mentor, convertido ya en piedra de toque y refugio, en enciclopedia viviente y cimiento espiritual. Si por casualidad esa juez lleva por nombre Anabelle Rodríguez Rodríguez, entonces esa íntima conexión ha de transformarse, con el paso del tiempo, en un mapa, en una hoja de ruta, en una educación perpetua. En fin: en un empeño y una apoteosis.
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