La historia de los políticos y sus autos descansa en una teología sustituta que busca absolver los pecados de la mala planificación, los presupuestos inflados, la testosterona gubernamental y la cursilería populista, dice Cezanne Cardona Morales
La historia de los políticos y sus autos descansa en una teología sustituta que busca absolver los pecados de la mala planificación, los presupuestos inflados, la testosterona gubernamental y la cursilería populista, dice Cezanne Cardona Morales
Ese verano, al gobernador Alejandro García Padilla le entró la fragancia de El monje que vendió su Ferrari. No solo se puso el ropaje típico del héroe de la austeridad, sino que se jactó de que su nuevo destino automotriz era la vía correcta para convencer a los puertorriqueños de entrar a la crisis económica con el vehículo correcto. Así que, en vez de seleccionar la tradicional guagua S.U.V. -Sport Utility Vehicle- de sus antecesores, el gobernador optó por un carro Chrysler 300, color negro, que anteriormente había sido confiscado por la Policía. Un conocido experto en autos lo catalogó como una especie de Darth Vader deportivo. “El carro me absolverá” parecía decir el gobernador cada vez que la prensa le preguntaba por su Chrysler 300, ese nuevo juguete gubernamental a medio camino entre el Packard Súper 180 blindado que usó Luis Muñoz Marín, para aplacar su miedo a los ataques de los nacionalistas, y el afamado automóvil parlante de la serie de televisión Knight Rider. Pero aquella pantomima publicitaria le duró poco al gobernador, tal vez porque él mismo sabía que su incumbencia estaría lejos del carro eléctrico de Pepe Mujica y de la lucidez con la que Nemesio Canales enfrentó a José De Diego por abusar de la retórica patriotera a la vez que andaba en un “lujoso y flamante automóvil”.
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