

La primera vez que vi cerezos florecidos —el famoso cherry blossom— acababa de cumplir 30 años y estaba de visita en Nueva York. Fui con unos amigos al Jardín Botánico de Brooklyn y allí estaba aquel espectáculo visual que me provocó una especie de cosquilleo general en el cuerpo. Embriagada la mirada, nos tiramos sobre la grama a ver las flores ocuparlo y transformarlo todo. La gente actuaba como si le hicieran cosquillas, cientos de personas se tomaban fotografías y todo allí se sentía tan bien, como si caminásemos entre nubes de algodón de azúcar. Apenas un par de días después, no quedaba flor en rama alguna y tras un gran aguacero, caminé sobre una alfombra llena de flores y fango que me hizo pensar en lo rápido que puede terminar una, inesperadamente, pisoteando la belleza. Es tan breve esa florecida que casi se siente como un espejismo.
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