Es hora de devolver la práctica política a la ciudadanía
Las elecciones son el medio que utilizan los países democráticos para que sus ciudadanos elijan sus representantes en las instituciones del estado. En teoría, la democracia tiene como fin que los elegidos a los puestos políticos tengan la obligación de representar los intereses de sus constituyentes. Así las cosas, los ciudadanos se sienten empoderados y partícipes de las decisiones relevantes del país. Cada elección es el medio pacífico y legítimo que utiliza la ciudadanía para canalizar frustraciones y depositar la confianza de cambio en los líderes electos. En fin, la democracia permite que cada político se exponga a ser evaluado por sus ejecutorias, lo que evita el ejercicio arbitrario del poder y la irresponsabilidad en sus funciones.
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Si la democracia no evoluciona y no se alimenta de los cambios sociales, su propósito es totalmente el opuesto: es utilizada por algunos para perpetuar la injusticia social, el inmovilismo y la desigualdad. Evidentemente, hay algunos intereses a los que les conviene que las cosas se queden como están.
Es muy natural esperar que los políticos, aun utilizando su criterio propio, ejerzan sus puestos en función del mejor bienestar de los constituyentes. Sin embargo, sabemos que la práctica puede ser muy distante de lo que dicta el papel. Y el gobierno comienza a manifestar sus disfuncionalidades cuando los intereses particulares y agendas ideológicas se imponen. Ante esa realidad, son muchos los que se ven tentados a cuestionar las instituciones democráticas e incluso acarician la idea de su eliminación. Cuando existe una diferencia grande entre la visión del pueblo y la de sus políticos, se crea el terreno fértil para que emerja el extremismo ideológico. El trumpismo es ejemplo de cómo políticos inescrupulosos se aprovechan de las disfuncionalidades de la democracia liberal para llevar un discurso populista, xenofóbico y de marginación.
Los síntomas evidentes de la disfuncionalidad en la democracia puertorriqueña son la violencia, la emigración y la falta de interés de los jóvenes por las cuestiones políticas. Dicho fenómeno tiene un impacto social y económico considerable. La violencia le ciega la oportunidad de contribuir a su país a cientos de jóvenes; la migración nos resta miles de profesionales, lo que redunda en menos contribuciones y por consecuencia se afectan los servicios a los ciudadanos. La falta de participación de los jóvenes en la política contribuye al malestar social. Esto ocurre ya que los jóvenes perciben la política no como un medio de cambio e intercambio de ideas, sino como todo lo contrario, como un medio para perpetuar el poder de los partidos tradicionales y limitar la evolución de las instituciones. En muchas ocasiones, nuestros políticos terminan emulando aquello que muy apasionadamente critican de otros pueblos que tienen modelos políticos diferentes a la democracia liberal.
La insatisfacción ciudadana se profundiza cuando la ciudadanía no encuentra foros para expresar sus problemas y frustraciones. Evidentemente es muy difícil medir cuál es la voluntad de los ciudadanos, o qué es lo mejor para el bienestar social. Sin embargo, es mejor darle la oportunidad a los mismos ciudadanos para que ellos se expresen. A través de la transparencia y el empoderamiento de las comunidades se deposita mayor confianza en la ciudadanía. La sociedad civil se convierte en un medio pacífico de expresar la voluntad soberana del pueblo. Dicha voluntad se puede expresar a través de asambleas y marchas que tienen como fin manifestar libremente nuestra conciencia social. Es hora de devolver la práctica política a la ciudadanía, superando el tribalismo que trunca el desarrollo de nuestra democracia liberal. Solo así se devolverá la confianza a las instituciones y podremos superar la disfuncionalidad gubernamental.
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