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Poco después de entregar el manuscrito a su editor, George Orwell comenzó a escupir sangre. La prognosis no le tomó por sorpresa. El también soldado Eric Blair -que fuera su nombre de pila- llevaba años padeciendo de aquella terrible enfermedad que, hasta finales del siglo 19, fue sinónimo de prestigio artístico: la tuberculosis. Por suerte, el agente microbiano de gusto pulmonar ya había perdido su musa burguesa y solo le quedó esperar a que en 1924 Thomas Mann escribiera La montaña mágica, tal vez el último aleteo literario de aquella vampiresa bacteria. Doce años después, cuando Orwell entregó aquel manuscrito que tituló Homenaje a Cataluña, sus pulmones también combatían con dos enfermedades igualmente mortales: el estalinismo y el fascismo. La pandemia y la catástrofe política de este año me han hecho regresar a esa crónica, sobre todo a aquel diciembre de 1936 en el que Orwell busca en su diccionario palabras para poder nombrar el desastre.
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