Los jueces o funcionarios del tribunal no son dioses del Olimpo sino funcionarios públicos a los que se les inviste autoridad para impartir y administrar justicia. Ese honor y privilegio, a más público, más respetable, plantea Orlando Parga
Los jueces o funcionarios del tribunal no son dioses del Olimpo sino funcionarios públicos a los que se les inviste autoridad para impartir y administrar justicia. Ese honor y privilegio, a más público, más respetable, plantea Orlando Parga
Desde los albores de la civilización ha sido público el acto de juzgar la conducta humana como método profiláctico de dar ejemplo aleccionador y ofrecer garantía de equidad. A manos de caciques, reyes, jerarcas religiosos, sabios o la figura de un magistrado investido de autoridad que hoy conocemos, el acto público legitima el proceso y despeja la suspicacia que se anida en todo ejercicio de poder. De lo contrario, el juicio secreto sugiere conspiración, injusticia y abuso. En tiempo remoto prácticamente el pueblo entero concurría a presenciar el acto cuando un cacique o monarca impartía justicia y aunque rara vez en nuestra época se llenan las bancas de un tribunal de justicia, ahí están en sala para cumplir la garantía constitucional de acceso público.
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