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Cuando el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, fue elegido obispo de Roma (papa), una de las primeras cosas que hizo fue anunciar que se quedaría viviendo en su hospedaje de Santa Marta y no en el Palacio Apostólico de El Vaticano, residencia oficial de los papas. Explicó que quería que los feligreses continuaran percibiéndole como un clérigo más y, de ese modo, sentirse más cerca de ellos. Lo otro que hizo fue negarse a utilizar los zapatos rojos que los papas han calzado durante siglos como símbolo de poder y, en cierta época, no solo del poder eclesiástico. Así que continuó utilizando como siempre los zapatos negros comunes y corrientes que trajo de Argentina. Dos gestos de humildad muy pequeños, pero repletos de simbolismo.
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