Luis Rafael Sánchez: procurar la prosa
Me gusta pensar que un día cualquiera de mayo, pongamos que del año 1973 o 1974, Luis Rafael Sánchez salió de la Universidad después de dictar su clase de teatro hispanoamericano y sintió deseos de dar una vuelta. De manera que, supongo, caminó hasta el estacionamiento, encendió su carro y se dispuso a recorrer la ciudad, bajando el cristal, atento al calor húmedo y también a la claridad de la tarde: ¿cuánto dura la luz en el trópico, cuánto la incandescencia que anuncia la plenitud del verano?
Al doblar en la Ponce de León, es un decir, habrá subido un poco el volumen de su radio a la espera de un bolero, presintiendo quizás los acordes de una guitarra, la voz melodiosa de Tito Rodríguez: en la soledad, aprendí que todo es falsedad.
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Con las manos apretadas al volante, quieto frente al primer semáforo, el hoy iría tejiendo ante sus ojos las penas, las dichas, los olvidos. En el espejo retrovisor se reflejan los árboles frondosos, los edificios de la vereda, el azul liso en el que arden las inquietas palomas. El oficio del escritor supone mantenerse alerta, no perder la clave del momento presente, acechar el presagio, huir de la trivialidad: porque el tiempo es el único, verdadero enemigo.
Los sonidos de la vida a todos nos conciernen y él, en su fuero interno, lo sabe. Para poder escribir hay que saber escuchar, hay que tener el oído adosado a la tierra y sus cicatrices. Así que, algo embelesado por una tonada que le apasiona se deja habitar por melodías familiares y entiende que lleva el ritmo inscrito en la piel, que por la respiración de la música late el mundo.
Entonces estalla la catástrofe tan temida: se desvía por una de las arterias de la Roosevelt, frontera del caos, donde no asoma ni una flor, y acaba metido en un embotellamiento monumental, apoteósico, specially made by a merciless and freaking God, para que los boricuas de toda especie y pelaje sepan dónde es que el grillo tiene la manteca. Mucho coraje, mucha ira de la buena, trae consigo la convicción fatal de saberse atrapado en un tapón bómper con bómper: ahora es que el gas pela, nene, relájate y coopera. La pregunta queda suspendida en el aire: ¿qué coño habré hecho yo para merecer esto?
Y justo ahí, en medio de la avenida en la que no sopla el viento ni se aplacan los relojes, surge la epifanía. Mirará sin prisa a su alrededor, siguiendo su instinto e irá reconociendo, uno a uno, los protagonistas de un drama en el que estamos retratados todos: lo mismo el de al frente que el de atrás, qué más da. Consuelo para esta tragedia convertida en farsa no hallará, de inmediato, pero encontrará refugio en el trabajo, en los tenaces, pedregosos días dedicados al trazo obsesivo y la tachadura: dar con una metáfora para fabular el asombro, la anarquía portorricensis. Solo la orfebrería sigilosa del lenguaje le permitirá fraguar una cadencia capaz de decirnos, capaz de inaugurar un nuevo modo de leer y narrar a Puerto Rico. Solo la tensa geometría de la imaginación le deparará La guaracha del Macho Camacho.
El resto ha quedado y quedará ahí para quien quiera verlo: una escritura acompasada y melódica, portentosa, y en la que algo regresa a nosotros con la forma amable y dura de una sonrisa. La suya, qué duda cabe, es una prosa tejida sobre la hoja en blanco, bordada a fuego lento, una prosa que al decir, baila, hechiza. Solo así se consigue el arte verdadero, la intensidad de un habla propia, la necesaria densidad de las palabras.
Quiero proclamarlo una vez y que esta vez sea pa’ todas las veces, con perdón de doña Chon, la literatura por venir tiene la marca, el temblor, la criba, de los sones soñados por la pluma de Luis Rafael Sánchez: il miglior fabbro del parlar materno.
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