

Por muchos años, ir a Manhattan, aunque fuera una vez al año, era una forma de recibir una descarga de energía y entusiasmo, un remezón de vida, de arte y de humanidad diversa. Ahora, Nueva York me devuelve como si me bajara de una montaña rusa, en silencio, para procesar una especie de mareo emocional. Al salir de esa burbuja que es el auto que te lleva desde el aeropuerto, los sentidos se activan: sirenas constantes por un incendio desconocido; bocinas impacientes; seres humanos durmiendo en la acera con retazos de comida regados en su entorno; el fuerte olor a marihuana flota por las calles, mezclado con orín y basura —tantísima basura— como la que somos capaces de producir los seres humanos; aunque también somos capaces de producir las más sublimes emociones.
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