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Nuestra épica vacilante nacional no podría contarse sin la dramaturgia de detergentes y desinfectantes. En el obstinado afán pedagógico por la lengua apropiada, casi todos mis maestros amenazaban cualquier desliz soez con una frase: “Te voy a lavar la boca con Lestoil”. Hasta la más cervantina de mis maestras de español, prefería el “Lestoil” sobre el jabón napolitano con el que aquellas doncellas lavaron las barbas de Sancho y Quijote en el capítulo treinta y pico de la Segunda Parte. Sinécdoque del antiguo jalón de orejas curricular, la fuerza sindical del “Lestoil” vencía incluso al babélico grafiti y al chicle pendenciero sobre la madera de los pupitres. Lo extraño era que, a pesar de la publicidad heroica y varonil, ni el detergente “Ajax” ni el “Maestro Limpio” tuvieran tan pocos adeptos en la facultad escolar. Solo la maestra de inglés se inclinaba por el “Mr. Clean”, tal vez por su parecido a la escena de los marineros de Melville, en “Moby Dick”, restregando la cubierta del Pequod con una mezcla de jabón y arena. Lisonja fue creerle después a Roland Barthes cuando afirmó que la labor cultural que realizaban los dioses y las sagas épicas la sustituyeron los comerciales de detergente.
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