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Esta era la metáfora que estábamos esperando. Sinuosa, marina, cosquillosa, silenciosa, orgánica, inofensiva y, a la vez, monstruosa, la oleada de sargazo que supuestamente se coló por las tuberías, que detuvo las calderas de la Central Aguirre y que nos dejó sin energía eléctrica, de pronto, nos despojó de esa otra metáfora que tan bien nos había servido: la nave al garete. Ni la frase del obispo López de Haro ha quedado en pie, porque en vez de “nos coge el holandés” ahora parece que “nos coge el sargazo”. De nada sirvió que un imperio nos amurallara la costa y que otro nos bautizara -según Teddy Roosevelt- como la Suiza del Caribe. Ya nada parece salvarnos del sargazo. Pero la imagen siempre estuvo ahí, desde mucho antes. Se dice que diez días después de zarpar del puerto de Palos, Colón se encontró con una enorme alfombra de sargazo, una isla sin fondo y sin tierra, ante la cual se embarró de miedo porque los mitos aseguraban que aquel era el hogar de bestias marinas. Siglos después, ni siquiera el Capitán Nemo arriesgó la hélice del Nautilus en aquel légamo mítico.
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