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A mediados de la década de 1970, una llamada telefónica internacional comenzaba con quince días de anticipación. Como estudiante recién casado, desde Estados Unidos enviaba una carta señalando el día, la hora y los participantes esperados. Además, indicaba la señal previa: tres campanazos, corte y luego de un lapso bien determinado, la llamada. Entonces, uno miraba el reloj para contar los tres minutos exactos, no fuera que el telefonazo nos derrumbara el presupuesto. Y comenzaba la lista de temas para tratar de impedir que la comunicación se fuera en: ¿cómo están? Bien ¿y ustedes? Bien. Y ¿cómo está la mamá? Bien. Y así hasta perder buena parte de los valiosos segundos en que había invertido mis haberes.
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