Todo en realidad apuntaba a un paraíso costero a quince minutos de la playa. Me conmovía el esfuerzo, la sobrevivencia digna y el riesgo de inversión con el que habían asumido el negocio, escribe Cezanne Cardona Morales
Todo en realidad apuntaba a un paraíso costero a quince minutos de la playa. Me conmovía el esfuerzo, la sobrevivencia digna y el riesgo de inversión con el que habían asumido el negocio, escribe Cezanne Cardona Morales
Ahora es toda una casa de alquiler a corto plazo, pero antes fue seguramente una parcela. De esas que la Autoridad de Tierras construyó y repartió en los cuarenta y en los cincuenta, destinadas a ser unidades agrícolas independientes o un medio de subsistencia para peones de la caña desempleados. Ahora tiene una modesta piscina, sombrillas y sillitas reclinables de veraneo -muebles tal vez de Home Patio Gallery- pero aquella casa-hotel antes fue seguramente una estructura pequeña de hormigón, como las que doña Inés Mendoza reformó: al diseño integró la cocina y el baño, eliminó letrinas y añadió un balcón o porch para elevar el estatus social. La verja de madera y metal que circunda el mini-hotel permiten cierta privacidad de villa o de retreat, y separa a los huéspedes del Taller de Hojalatería y Pintura que tiene casi al frente. Pero antes, probablemente, aquel terreno estaba dividido por alambres de púas que iban de árbol en árbol, procurando que el ganado no se escapara jalda abajo. Algunos de esos árboles aún siguen allí -mangó, jobo y meaíto- y muestran a simple vista las heridas de aquel hula hoop que antaño amarró sus cortezas. Cada vez que el viento movía las ramas nos mandaba un mangó que rodaba terreno abajo hasta la piscina y luego se quedaba flotando -amarillo y veraniego- en el agua, provocando quizás el hambre de aquel dinosaurio inflable verde que prometía ser apenas la mitad de una balsa.
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