

El día que me vancuné contra el coronavirus, salí loco de contento del centro de vacunación. Sería cuestión de esperar veintiocho días más para la segunda dosis y así disfrutar de la promesa de una probable inmunidad contra la enfermedad que produce el virus y que amenaza con acabar la vida de los que ya estamos más gastados. Pero lo de esta semana me ha dejado en ascuas porque, a pocos días de que deban ponerme la segunda dosis, he visto que muchos ancianos no han podido recibir la segunda dosis porque se han acabado las vacunas. O, al menos, eso es lo que quieren que creamos.
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