Era 2004 y en La Romana, en República Dominicana, el calor parecía no dar tregua. A pocos kilómetros del canal de agua, entre los muros y las voces que se cruzaban en los pasillos de la principal cárcel de esa provincia, una puertorriqueña recibía visitas que trascendían fronteras.
Se trataba de Laura Hernández, expresentadora y empresaria que había sido sentenciada por un caso de tráfico internacional de drogas en el que siempre proclamó su inocencia.
Incluso en el encierro, la presencia de su país se hacía sentir, no solo en las cartas y oraciones, sino en las manos que llegaban de lejos, en los ojos que la buscaban y en los abrazos que atravesaban las rejas.
Pero esa cadena de solidaridad había comenzado antes. En 2002, y antes que muchos puertorriqueños, una de las personas que cruzó el mar movida por la compasión fue la veterana periodista Carmen Jovet, decidida a ofrecer apoyo en medio de la incertidumbre.
“Su madre (la de Laura) llegó hasta mí cuando la arrestaron y me dijo: ‘No sabemos de ella, su papá se muere por verla’”, recordó Jovet. “La señora me conmovió. Tenía una fe tan grande en que yo podía ayudarla, que era imposible decirle que no”, narró a El Nuevo Día.
Poco después, Jovet fletó un avión y viajó junto a los padres de Hernández hasta donde esta se encontraba en ese momento: la provincia de Higüey.
“Yo conocía las cárceles. Si triste me pareció ver la situación en las cárceles de Puerto Rico, cuando vi la cárcel en Santo Domingo, yo me iba a morir. Laura estaba en una celda. Si la memoria no me falla, el piso era de tierra (...) Yo lo que sé es que había cucarachas por todos lados. Estaba delgada. No tenía uniforme. Era como una ropita, un pantaloncito corto y una blusita delgadita, bien frágil. Ella se emocionó muchísimo al ver a sus padres”, relató.
“Veía a los familiares de los otros confinados y confinadas con fiambreras de comida. Yo le pregunté a Laura cómo es el tema de la comida. Me dice: ‘Aquí los familiares son los que traen la comida’. No me atreví a preguntarle: ‘¿y tú?’“, recordó Jovet.
Hernández fue arrestada el 8 de septiembre de 2002, en la mencionada provincia, junto a su entonces esposo, Marcos Irizarry.
Ambos fueron encarcelados junto a otros seis puertorriqueños luego que las autoridades dominicanas incautaran 70.4 kilos de cocaína en dos vehículos y una lancha.
“Yo estuve en tres cárceles diferentes (...) Y yo tenía visitas a diario, no porque los (guardias) quisieran ser cooperadores, sino porque los puertorriqueños les pagaban a los militares para que los dejaran pasar", compartió Hernández.
Sin embargo, fue en la prisión de La Romana, y tras el primer juicio, en el que fue condenada a siete años de cárcel, donde Hernández asegura que vivió un milagro y la bendición más poderosa.
“¡Laura, estamos aquí!”
“Era un lugar con condiciones infrahumanas. Yo tenía una ventanita y podía ver el canal de agua entre Casa de Campo y la fortaleza militar. Ahí atracaban los cruceros. Una noche, de repente, empecé a escuchar gritos: ‘¡Laura, estamos aquí. ¡Nos vemos mañana!’. La tripulación del crucero les decía: ‘En esta cárcel está la compatriota de ustedes’“, rememoró.

Fue así como inició un cúmulo de visitas donde, día tras día, cientos de personas hacían fila para verla, y la comunicadora los recibía en el salón donde impartía clases a las confinadas.
“Había militares que eran superamorosos y empáticos. Yo los vi llorar y decían: ‘Jamás hemos visto algo así, cómo se desborda esa gente por ti’. Yo tampoco lo entendía”, contó.
“Me llevaban parranda. Me celebraban los cumpleaños (...) Un bailarín de salsa puso música y bailó conmigo (...) Y yo decía: ‘Dios mío, ¿qué hago bailando aquí?’. Pero era irresistible. ¿Cómo no te vas a contagiar? Había mucha lágrima, pero eran lágrimas distintas: de emoción, de sanación, de entender que, cuando a mí se me hacía difícil quererme, ellos me querían. Me dieron una lección de amor", reflexionó.
Un puertorriqueño que abrazó a Laura
Entre los visitantes que llegaban, hubo rostros anónimos que dejaron profundas huellas. Uno de ellos fue Albert Santana*, un puertorriqueño que vacacionaba en la isla vecina junto a su padre cuando decidieron que visitarían la cárcel donde se encontraba Hernández.
“Pregunté si estaba allí, y me dejaron entrar sin mucha pregunta”, relató a este medio. “Todo se sentía muy irregular, pero no fui por morbo; fue por verla, por saber cómo estaba”, compartió.
Al entrar a la institución penal, Santana y su padre se toparon con una fila de celdas, donde los confinados residían en condiciones que describió como infrahumanas. El camino parecía largo, pero finalmente llegaron hasta el lugar donde se encontraba su compatriota.
“Ese salón particularmente estaba limpio y estaba organizado. Se veía mejor que el resto de la cárcel. Tenía una reja que era la puerta y todas las ventanas estaban con rejas también. También observé una cama y un baño”, recordó.
Pero el espacio no siempre fue un salón, explicó la expresentadora. Se trataba de un viejo almacén que fue habilitado con materiales donados por el gobierno, entidades caritativas y con el visto bueno de la Dirección General de Prisiones.
Contó que fue la primera vez que en la cárcel de La Romana existió una oportunidad educativa real. Allí, recibía visitas, impartía clases, corregía tareas mientras cursaba, con una computadora que le regalaron, una maestría en periodismo digital en España.
“Estuvimos como una o dos horas en la celda con ella. Nos sentamos en unas sillas al lado de ella y conversamos. Estaba teniendo problemas con su computadora y un amigo mío le configuró la computadora con el sistema de Internet portátil que ella tenía”, narró Santana.
“Para ella, esas visitas eran importantes porque sentía que no estaba sola. Nos contó que era una situación dura que no le deseaba a nadie, pero que estaba agradecida por el apoyo (...) Fue como un encuentro con un amigo de años. Le dejamos dinero por si lo necesitaba para pagar comida. Cuando nos fuimos, nos dio un beso y abrazo y Marcos por igual”, compartió el pepiniano.
Hernández confirmó el impacto de esas visitas, pues entre las paredes de la celda —recordó— la mente puede volverse traicionera, especialmente en la soledad de la noche.
“Comienzas a perder la esperanza (...) Yo lo que quería era ese amor, ese abrazo, ese cariño genuino. Y cuando se iban (los puertorriqueños) en varias ocasiones sucedió. Pero hubo dos: una en donde se treparon a los balcones en el crucero y, como en los juegos, en los ‘bleachers’, comenzaron: ‘Taca, taca, taca, taca’. Gritaban mi nombre mientras pedían que no me rindiera y en otra ocasión me cantaron ‘Verdeluz’ o ‘La Borinqueña’”, recordó con una sonrisa en su rostro.
“¿Sabes? Los otros días estaba viendo una serie y alguien dijo: ‘Para conocer la isla, tienes que salir de ella primero’. Eso fue lo que pasó. No porque quería estar afuera. Pero estaba afuera y conocí mi isla. Esos son los valores de mi isla. Esa es la empatía de mi isla. Ese es el corazón del boricua. Esa es la esencia de mi raza”, finalizó.
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*Pseudónimo utilizado para preservar la identidad del entrevistado.
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