Edgardo Rodríguez Juliá
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Nuestras librerías

¿Hacia qué fecha, Alfredo, se emanciparon en Puerto Rico las librerías de las tiendas de efectos escolares? Tiene que haber sido hacia fines de los años cincuenta o comienzos de la década de los sesenta. En San Juan, la Librería Campos, casi frente a la Barandilla, ya era hacia los sesenta más librería que sitio para comprar carpetas o lapiceros. Su competencia en la ciudad vieja era la Librería Delgado, pero esa más se dedicaba a la venta de libros técnicos. Lo último que compré en la Campos fue una revista que luego descubrimos era financiada por la C.I.A., el estado imperial profundo y omnipresente para jóvenes independentistas y espejuelados.

En Santurce, hacia mediados de los sesenta, recuerdo la Librería Minerva, localizada en la frontera entre el Alto del Cabro y Miramar, ahí donde compré La revolución rusa, libro escrito por León Trotsky, aquella revolución narrada en tercera persona, lo cual me resultó amanerado y antipático. Compré ese libro de regreso a Río Piedras por la ruta número uno de la A.M.A., después de haberme arrellanado en el cine Lorraine a ver “The Gene Krupa Story”, protagonizada por Sal Mineo. En aquellas guaguas había que evitar “la cocina”, el sitio más caluroso por el motor que quedaba debajo y las pestes, los discretos vómitos de borrachos y tecatos, que hacia esos años empezaron a usar las toallitas puestas por el hombro, jamás supe para qué demonios, quizás como “mota” para aliviarse la piquiña. Pues fue allí, en la cocina de la A.M.A., que empecé a leer a Trotsky.

A principio de los años sesenta, y con bombos y platillos, se inauguró la famosa librería de la Universidad de Puerto Rico. Mi buen amigo, el librero retirado Alfredo Torres, quien actualmente investiga y escribe sobre nuestras librerías, me envía fotos de la fachada este y oeste de tan ambicioso proyecto. Aquel hermoso edificio de horizontalidad tropical, diseñado por Henry Klumb, sería el gran almacén de libros de nuestro primer centro docente. Los planos del diseño Klumb -también cortesía de Alfredo- disponen de un área que el arquitecto denominó “General Sales”, queda claro así que las funciones como librería aún no estaban totalmente emancipadas del “school supply”, y se entiende: también la librería en Harvard vende camisetas con el emblema de la Universidad y en la de Princeton cedés del Buena Vista Social Club.

Edificio original de la Librería de la UPR, diseñado por Henry Klumb.
Edificio original de la Librería de la UPR, diseñado por Henry Klumb. (Suministrada)

Muchos libros que ya doné los compré en esa librería. Ahí escuché por primerísima vez a un profesor universitario referirse a alguien como “mediocre”. Era un sabio profesor de literatura -con acento español- que hablaba con otro sobre las novelas mediocres de John Updike. Todavía no era “universitario”, la mediocridad me resultaba exótica; bajaba la cuesta del Colegio San José para arrimarme a los museos y las librerías de la Yupi. Según pasaron los años, aquella gran librería donde me picó la ambición -¡tan de la benitista Casa de Estudios!-, de leer a Nietzsche sin saber alemán, fue encogiéndose en sus pretensiones. Cuando compré La introducción a la Metafísica de Heidegger ya iba camino a desaparecer, su hermoso edificio horizontal y tropical, emblematizado en los planos por una palma de cocos, a punto de ser ya demolido en los años ochenta. Desde entonces la librería de la U.P.R. volvería a compartir espacio con su “school supply” y las estanterías de “libros de texto”. El espacio para la incitación de la lectura se achicaba.

Cuando me retiré la librería de la U.P.R. estaba localizada en el sótano del Centro de Estudiantes, donde estuvo “la bolera” cuando me hice “universitario” en 1964. Nada como la aversión del magisterio y el profesorado a la lectura para encogerle las fatuas pretensiones a la Casa de Estudios.

Río Piedras se convirtió, a pesar de todo, en el barrio sanjuanero de las librerías. Beloso era un sanguíneo librero español oriundo de Cuba que llegó para dirigir la librería de la Universidad. Se independizó creando la Librería Contemporánea, situada en Santa Rita. La Librería Hispanoamericana fue fundada por el Sr. Gallagher, argentino casado con puertorriqueña. Primeramente estuvo localizada en la calle Esteban González. Fue allí donde compré mi primera antología de la poesía de César Vallejo, toda su obra recogida en un tomo de encuadernación local. Todavía lo conservo. La Tertulia de Carmen Rivera Izcoa comenzó como uno de esos proyectos auspiciados por la cofradía independentista-católica y se convirtió en un gran centro de intercambio de ideas. Allí vi a Manuel Ramos Otero polemizar con José Luis González y Luis Rafael Sánchez, los presentadores en aquella ocasión de un libro de Rosario Ferré. En esa librería presenté Las tribulaciones de Jonás, mi primera incursión contra los bien pensantes de nuestra izquierda folklórica. Fue presentado por Arcadio Díaz Quiñones.

El dueño de The Bookstore en el Viejo San Juan era un americano que respondía al malhumor y al nombre de Richard. Quizás solía subir todas las tardes para la tertulia de El Batey. Era una hermosa y bien cuidada librería, con énfasis en presentaciones multitudinarias, como una de Ana Lydia Vega que rebasó la librería y alcanzó los adoquines de la Calle del Cristo. En esa época muchos escritores parecíamos importar en esta sociedad de lecturas en diagonal.

Los libreros y presentadores son, ocasionalmente, lectores en diagonal. Cuando la Librería Hispanoamericana se mudó a la Avenida Ponce de León, casi contigua al asediado Restaurante La Torre, el librero Gallagher me recomendó la lectura de Zama, del argentino Antonio Di Benedetto, asegurándome que tenía mucho en común con mi La noche oscura del niño Avilés. Le agradecí la recomendación y más adelante me mostré escéptico sobre el parecido. En una presentación en Bell Book & Candle de Santurce, a la que asistieron cantantes, salseros y peloteros, José Luis González presentó esa novela como, y estoy parafraseando, la obra donde más lejos había llegado la imaginación literaria puertorriqueña. Me olí lectura en diagonal de sesenta páginas; pero lo mismo temí cuando se presentó su traducción en París.

La Tertulia de Alfredo Torres en la Ave. Ponce de León de Río Piedras comenzó ese pareo, tan actual, tan hipster, ya no de librería con tienda de efectos escolares sino de tienda de libros con “bistro” de comida fancy, donde la gente sabe distinguir entre un tabulé y un cous-cous. La antigua Librería A.B.C. también gustaba de parear obras completas con buen café y repostería para diabéticos, sans croquettes. Nada que ver con La Tertulia de Alfredo, lugar que aparece en las novelas noir de Wilfredo Matos Cintrón y donde el dueño, que jamás leyó en diagonal, era capaz de recomendar libros y autores. A Eddie, el cajero, también lector voraz, una vez le prohibí que me tildara de “maestro”; luego me arrepentí de haberle temido tanto a la ironía boricua.

Mi última gran librería se llamó La Esquina y con la pandemia se trasladó de Santurce a la Calle Loíza. Tener un magnífico escritor como librero y anfitrión ennoblece la venta y presentación de libros. Luis Negrón se esfuerza en vender muchos libros con un mínimo de inventario, su conversación y simpatía son el valor agregado.

Mi amor hacia los libros ha tomado un giro insospechado, más de bibliófilo que de acumulador de tomos; para esto último tengo ese basurero universal que se llama “streaming”, Kindle y los ebooks. Pero nada como la sensualidad de ver cómo envejece un libro. Miro aquí en mi escritorio esa edición príncipe de 1947 de Under the Volcano, publicada por Reynal, y me pregunto si algún viejo escritor puertorriqueño, algún día, mirará con igual beatería ese tomo de Lowry, justo al lado de esa edición tan manoseada de En Babia, de José I. De Diego Padró, edición de 1960, esta vez libro publicado por el propio autor y entregado personalmente para la venta en la librería Campos.

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