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Al final de los años 80 y durante el inicio de la década del 90, el neoliberalismo se convirtió en el nuevo paradigma de gobernabilidad. La privatización y la desregulación se conformaron como la racionalidad instrumental de un Estado que eliminó o redujo dramáticamente todas las infraestructuras solidarias que caracterizaron al estado de bienestar (Garland, Foessel y De Giorgi). Casi en paralelo, el fenómeno de la globalización se fue concretando con todas sus ventajas y desventajas. En ese escenario, los Estados perdieron mucha de su capacidad soberana ante la incertidumbre que desatan los riesgos creados globalmente (Beck). En este contexto, la única vía que le resta al Estado es gobernar a través de políticas criminales muy punitivas. Así las cosas, el neoconservadurismo se robustece de manera simultánea al Estado neoliberal y emerge una figura nueva para las democracias: “un Estado liberal autoritario” en el que la seguridad es promovida como fin en sí misma y como su única fuente de legitimación (Foessel). Se trata, algunos han manifestado, de gobernar a través del crimen.
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