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Nos hemos acostumbrado a la política de los dimes y diretes, de la garata, de quién es más bravito y guapetón a la hora de señalar las faltas ajenas. Nos habituamos a vivir en el conflicto y, por lo tanto, a crearlo continuamente. Parecería que no conocemos otra forma de convivencia que no sea la pugna constante. Y así, casi naturalmente, vivimos en medio de una guerra incesante donde los proyectiles mortales no son balas, sino ramilletes de palabras: insultos, burlas y humillaciones.
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