

El pequeño radio de baterías estaba aún bajo la almohada, la antena extendida al máximo; un objeto con voluntad de compañía. Cuando mi abuela falleció y fui a su habitación a comenzar el proceso de recoger sus cosas, me topé con esa escena. No pocas veces la vi recostada junto al pequeño aparato escuchando más que canciones, conversaciones, voces, gente que le hablaba al oído, a ella y a tanta otra gente. Puede la radio, puede la voz pasada por el filtro de un micrófono y unas ondas lo que nadie: convertir la intimidad del susurro en una experiencia colectiva. El primer rastro de su ausencia fue ese: la máquina de voces que quedó en silencio; su mayor intimidad era compartida.
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