

A finales de mayo, cuando ya se perfilaba que habría una apertura masiva en la economía, le dije a un amigo, sin ser yo salubrista ni clarividente: “verás que en agosto, cuando vayan a comenzar las clases, los contagios se habrán disparado por los desarreglos del verano y nos encerrarán de nuevo”. Hice ese comentario como una persona normal de la comunidad que, observando cómo nos comportamos usualmente, sabe que el verano es un tiempo de ocio, especialmente en julio, que se gasta y se festeja a manos llenas y que en agosto se ven las consecuencias de cómo disfrutamos nuestras merecidas vacaciones. Ese comportamiento no tiene que ver con el COVID-19, sino con nuestra conducta social. Quienes tienen acceso a los datos podrían haber estimado cuándo se consumen más ciertos bienes y servicios, cuándo se exhiben más ciertas conductas de riesgo.
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