Víctor García San Inocencio
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El duro camino hacia la convivencia real

Se ha dicho desde antaño (Aristóteles) que los seres humanos somos animales políticos. Que somos, en tanto vivimos en sociedad. Que somos seres sociales que derivamos de nuestros vínculos con otros seres humanos lo que nos hace ser.

Se supone que el devenir y desarrollo de nuestras capacidades como personas esté sustentado desde una experiencia compartida con otros seres humanos, donde el aprendizaje se traduce en proceso, vehículo y resultado. (Recordemos el filme de Francois Truffaut, El niño salvaje). La convivencia nos permite crecer y desarrollarnos. En la medida en que vivimos en sociedad adoptamos comportamientos, absorbemos normas y valores, incorporamos y fortalecemos el lenguaje y ampliamos nuestras capacidades cognitivas. De esa forma nos dimensionamos para ser-crecer-madurar, mientras que al mismo tiempo desarrollamos nuestra intimidad, nuestra conciencia y nuestro sentido de individualidad. Nacemos en, y nos nace la cultura en la medida que vamos aprendiendo a convivir.

Ese camino de aprendizaje, que algunos llaman genéricamente socialización, no es un camino llano, ni terso. Está repleto de experiencias que pueden ser más o menos accidentadas, o de situaciones, algunas de las cuales podrían ser traumantes. Muchos procesos rutinarios y cotidianos se juntan para ir creando esa personalidad que hace a cada ser humano diferente, y a un mismo tiempo parecido al resto de quienes comparten su entorno familiar, vecinal, comunitario, nacional y planetario.

Una convivencia idiotizada, zombie, plagada de atavismos y exclusiones, con los derechos humanos trivializados o triturados es lo que nos ofrece el mercado de ideología neoliberal, escribe Víctor García San Inocencio.
Una convivencia idiotizada, zombie, plagada de atavismos y exclusiones, con los derechos humanos trivializados o triturados es lo que nos ofrece el mercado de ideología neoliberal, escribe Víctor García San Inocencio. (Jorge Saenz)

Los procesos formativos y moldeadores de la persona ---que son mucho más amplios que los que institucionalizadamente se brindan en la escuela, institutos y universidades--- comienzan muy temprano en la crianza y van construyéndose desde una cotidianidad. Su producto va sedimentándose aluvialmente y marca definitoriamente la vida de las personas.

Nuestro camino hacia la convivencia se demarca y va marcándose con las experiencias, todas de aprendizaje, que nuestros padres, familiares y allegados nos brindan a lo largo de ese proceso. La institucionalización de ese proceso asida a otras herramientas o instrumentos como lo son la escuela, las iglesias, o las asociaciones, entre otras, genera y expande la variedad y el cúmulo de esas experiencias de aprendizaje. Una paradoja monumental se cierne sobre la persona: En el camino hacia el ejercicio de su libertad, van condicionándose y cribándose modos, muchas veces estereotipados de pensar, comprender y saber. Se van acumulando juicios y prejuicios, intuiciones, sensaciones, pareceres, “valores” y lo que otros podrían considerar antivalores. Una persona plena que busca ser libre, descubre pronto que trae mucho contrabando en el equipaje del cual debe aprender a desprenderse, siempre aprender a aprender.

Las oportunidades y los procesos de aprendizaje varían para cada persona. El lenguaje, la comunicación en masa y el mercado barnizan con una cierta uniformidad y encubren las enormes diferencias que pueden darse en los procesos y oportunidades formativas. Hablamos de la igualdad humana, en un mundo con sociedades claramente desiguales en cuanto a condiciones, oportunidades e instrumentos para alcanzar esa igualdad. Presumimos que lo que menos existe, la igualdad y la inclusión, son un hecho base. A partir de ahí, comienzan y se profundizan los grandes precipicios de la inequidad en la convivencia, y su duro camino y travesía para tantos, cuando no, para casi todos.

Aquel ser social y animal político, zoon politikon aristotélico en teoría, deviene hoy, en muchedumbre atomizada, desperdigado y apartado por un profundo extravío que a veces se convierte en grosero individualismo. Lo que es peor, su dispersión entronizada encubierta por el mercado y el consumo cuando es posible, limitan el disfrute de la vida, y el ejercicio de lo que casi nunca conoce, sus derechos ciudadanos y humanos, tornándolo en la antítesis de lo cívico, lo ciudadano, o si se quiere, lo cónsono con la aspiración participativa democrática.

Receptor pasivo de las normas que le son impuestas, este sub-ciudadano planetario, que puede habitar en cada uno de nosotros, todavía en la infancia o infantilizado en su ciudadanía, deambula soñoliento entre las causas y azares de la política. No gobierna nada, ni se gobierna. Fluye en masa por los laberintos que le niegan su libertad idealizada y desconocida.

He estado interrogándome en estos días por el fenómeno de desconcierto y desfase por el cual atraviesa el descarrilamiento en el ejercicio de gobierno en el país. Me doy cuenta que esto le está pasando a muchos otros países los cuales, distinto a Puerto Rico, no son colonia política de un imperio, aunque sí están siendo avasallados por el mercado neoliberal y su dominio. Este desconcierto y desfase, este malestar en la Polis, venía sucediendo en nuestro país y en otros lugares, mucho antes de la pandemia y de los terremotos y huracanes que nos golpean desde hace cuatro años.

Atribuyo este proceso de acelerado desgaste de lo poco que habíamos acumulado en la dimensión cívica, a la erosión mercatoria neoliberal ---hay que leer a Wendy Brown--- que ha socavado nuestros sistemas cognitivos y axiológicos que son ancla de la convivencia y de la cultura, como nos lo han enseñado los autores y pensadores de la escuela cultural vasca Francisco Javier Caballero Harriet y Juan José Ibarretxe. Vinculo este proceso de desgaste al vaciado y suplantación que de esos sistemas hace el pastiche informático-mediático-digitalizado al servicio del control social, la manipulación y el deseo-efecto mercatorio de convertir en “rebaño” a siete mil millones de seres humanos.

Una convivencia idiotizada, zombie, plagada de atavismos y exclusiones, con los derechos humanos trivializados o triturados es lo que nos ofrece el mercado de ideología neoliberal. Todo ello a costa de un destrozo planetario y de una desigualdad e inequidad sin precedentes. Lo que sería la destrucción de la Casa Común y de la fraternidad, dicho en lenguaje del papa Francisco.

Duro camino es este, el de la convivencia local, global y glocal. Después, nos asombramos ante el espectáculo de quienes en pleno repunte pandémico se regodean sin mascarillas frente al prójimo, o nos quedamos pasmados ante quienes se concentran asardinados en lugares para festejar no sabemos qué. En el largo ascenso de la cuesta del reino animal, pareciera que hemos involucionado para convertirnos en una especie de humanoide mercatorio, en lugar de lo que aspiramos: a ser personas plenas, dignas, libres e iguales, disfrutando de derechos humanos inalienables y de las responsabilidades concomitantes.

Por favor, que nadie me diga que la justicia, la felicidad y el Bien Común la conseguiremos vía torcida neoliberal.

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