Marcia Rivera
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El país necesita un proyecto común

Creo no equivocarme al afirmar que la vida en Puerto Rico se ha tornado agobiante para toda la población. Desde las gestiones más sencillas y rutinarias de la cotidianeidad, hasta la toma de decisiones empresariales o gubernamentales, todo cuesta un esfuerzo desmesurado; parecemos estar encarnando una versión hollywoodense de los poemas épicos de Homero.

Puerto Rico está quebrado, crispado y a la deriva. Un monstruo de varias cabezas se disputa con notoria trivialidad el control del presupuesto para asegurarse un improbable triunfo electoral. Si realmente se quisiera sacar a flote al país, esas cabezas que habitan en La Fortaleza, en el palacio de las leyes y en lujosas oficinas de la Milla de Oro, estarían trabajando en un proyecto común, con participación de la gente para lograrlo. Pero se han dedicado a gastar nuestros magros recursos para seguir por vía de litigio judicial aspirando a dictar pauta. El resultado es una angustiosa parálisis, de limbo total, donde el más listo busca salirse con la suya como pueda, afirmando ese problemático rasgo de jaibería presente en la cultura.

Estamos transitando peligrosamente hacia una sociedad con un fuertísimo componente de pobreza e indigencia y un pequeño sector extremadamente pudiente, tal como ha estado sucediendo en los Estados Unidos desde hace unas décadas. Algunos sectores de la clase política criolla seguramente piensan que EEUU puede asimilar toda la población que emigre de Puerto Rico y así se acaba con la pobreza. El grueso de las medidas que se han aprobado desde 2017 apuntala una dirección que exacerba la vulnerabilidad de las mayorías, profundizándose el abismo económico y social; luce como si realmente se quisiera expulsar población.

Esa política apuntala la evolución hacia una sociedad dual y quiebra el imaginario de inclusión social, de equidad y justicia que buscó antes Puerto Rico. La escuela y la universidad pública, la salud como un derecho humano, el acceso a una vivienda digna y a un empleo remunerado adecuadamente fueron los pilares que sostuvieron la ampliación de oportunidades, precisamente en los años en que Puerto Rico tuvo una economía dinámica. El actual rumbo, no solo compromete nuestro presente, sino que empeñará el futuro colectivo, especialmente el de nuestras generaciones de menor edad.

Me cuesta imaginar que quienes gobiernan pueden dormir tranquilos sabiendo que el 84 por ciento de nuestros menores vive en zonas de alta pobreza y adversidad. En la mayoría de esas comunidades no hay servicios, ni viviendas adecuadas, ni hogares con empleos seguros. Antes del huracán, un 36 por ciento de menores vivía en condiciones de extrema de pobreza. Esos niveles son sencillamente alucinantes, porque ni siquiera son producto de una alta tasa de natalidad; y tras los huracanes, deben haber aumentado más.

En contextos de pobreza y adversidad los menores de edad suelen sufrir estrés intensoy prolongado. Centenares de investigaciones científicas recientes en neurobiología, cronobiología, endocrinología señalan que este estrés temprano, ya denominado tóxico, tiene consecuencias graves sobre el proceso de formación cerebral y que incide decididamente sobre las habilidades cognitivas y relacionales que tengan las personas desde la infancia hasta la vida adulta.

Hoy, la ciencia advierte con fuerza del costo económico y social de no atender con urgencia las condiciones de vida de la infancia. Sembrar inseguridad e incertidumbre en las familias con cierres de escuelas, no ofrecer educación preescolar gratuita y de calidad a la población de tres y cuatro años, y no atender las necesidades básicas de la población pobre en Puerto Rico, es empeñar el futuro de toda la sociedad. Con las políticas y programas que se están aprobando, ese 84 por ciento de niños, niñas y jóvenes que vive en zonas de alta pobreza, no tendrá oportunidad real para desplegar sus talentos y capacidades; quedarán expulsados y marginales, aunque no emigren. Con ello, perdemos todos. Yo me desvelo, pero algunos siguen durmiendo felices.




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