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Nuevamente, la nación se ve obligada a enfrentar uno de esos asuntos que históricamente ha preferido posponer. En clara contravención al consabido adagio que dice que “no hay mal que dure 100 años, ni cuerpo que lo resista” permanece arraigado al esquema social el lastre de la discriminación, en múltiples variables, promovido prominentemente por la comodidad que brinda la inacción. Valoramos la estabilidad sobre los principios, matizamos la complacencia como pragmatismo, el silencio como civismo y nos amparamos en las complejidades del cambio social para justificar la pasividad. Paradójicamente, uno de los portaestandartes de este sistema es uno de esos entes míticos en quien encomendamos la búsqueda de la justicia.
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