Justicia y Barbasol
Ambos son flacos, altos, canosos y persiguen criminales. Pero los separa poco más de un siglo y un bigote, que no es poca cosa. El primero condujo ambulancias en la guerra, contrajo tuberculosis, perteneció a la Pinkerton National Detective Agency de Baltimore, Washington, Montana y San Francisco, se infiltró en sindicatos y cárceles, escupía sangre después de una persecución por las secuelas de su enfermedad, se cayó de un techo mientras escuchaba conversaciones de ladrones que planificaban un atraco, y su nombre, Dashiell Hammett, es sinónimo de la mejor prosa detectivesca de principios del siglo veinte. El segundo es abogado, tiene estudios en artes y economía, conoce bien la cartografía tropical de la droga ilegal en la Florida (algo así como un Miami Vice del siglo veintiuno), tiene ojeras luctuosas, es hermético y serio -al menos no le ríe las gracias al Comisionado de la Policía cuando se pone chistosito- y su nombre, Stephen Muldrow, es sinónimo de insomnio gubernamental o de crema de afeitar para políticos.
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