

El Tribunal Supremo de Estados Unidos se ha caracterizado por una pobre representatividad demográfica, tanto a nivel socioeconómico como ideológico, de género, de raza y de etnia. Esta relativa homogeneidad entre los jueces comenzó a resquebrajarse estructuralmente en la segunda mitad del siglo XX, particularmente con el nombramiento de Thurgood Marshall en 1967, quien fue el primer afroamericano en ser nombrado a dicha institución fundada en 1789, y la confirmación en 1981 de la primera mujer nominada jueza asociada, Sandra Day O’Connor. No es casualidad que el nombramiento del primero haya sucedido en las postrimerías del movimiento de derechos civiles, y que el de la jueza O’Connor, a pesar de sus posturas conservadoras, haya respondido a una década y media de vindicaciones de la segunda ola de feminismo.
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