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Aún con una experiencia histórica de siglos, la discusión del estatus político de Puerto Rico no ha podido trascender el infantilismo y el pesimismo inamovible. Persisten las discusiones basadas en el antiguo juego de deshojar pétalos a ver quién nos quiere (o se quiere a si mismo) o no. Se insiste en el fatalismo de que cualquier error imposibilita un cambio. Proliferan los estribillos de “stickers” y camisetas disfrazados de intelectualismo y no descansa el consabido grito de que “esto nunca va a cambiar”.
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