Sumar prefacios
Si uno suma los prefacios que Fernando Picó escribió para sus libros, pronto descubrirá que el alcalde de Utuado no solo envió al vertedero una colección de libros de historia, sino una de nuestras más honestas y conmovedoras autobiografías involuntarias. Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo XIX, por ejemplo, no es solo un clásico sobre las terribles condiciones de los jornaleros que permitieron el auge del café, sino un viaje en guagua pública de Arecibo a Utuado para entender los cuentos que le hacía su madre. Y así empieza el prefacio: una mañana de finales de los años setenta, Fernando Picó va camino a investigar en los archivos parroquiales mirando por la ventanilla las montañas que regatean el paso y las gasas de neblina ocultando la erosión, bajo la tutela de un chofer que se detiene a esperar incluso por los que se les ha pegado la sábana. Nada se parece a lo que va a encontrar en los archivos: solo quedan los apellidos, y eso le parece suficiente para regresar a casa. Pero ese regreso no empezó ahí -dice en otro prefacio- sino mucho antes y más lejos, en Nueva York, cuando aún era un medievalista feliz que recién comenzaba a enamorarse de su país.
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Mientras fichaba canónigos franceses del siglo 13, Picó recibió una llamada telefónica de un sociólogo jesuita que le pidió un favor: impartir un curso sobre la isla a los estudiantes puertorriqueños de Fordham. En el prefacio de su Historia general de Puerto Rico, Picó cuenta que fue a “La Librería”, el único lugar en Nueva York que vendía variedad de libros puertorriqueños, y se compró una tablilla entera. Justo cuando pensaba que sabía algo de fechas descubrió que, para aquellos estudiantes cansados de las guaguas del Bronx y de los trenes de Manhattan, los nombres de Moca, Barceloneta o Camuy eran algo más que precintos electorales. Por eso, en el prefacio de Amargo café, Picó comienza con la doble impaciencia de su abuela: primero porque la edad no le permitía desyerbar sus antiguos jardines de margaritas, trinitarias y gladiolas; segundo porque ya no encontraba trabajadores que desyerbaran rápido como lo hacían los peones que ella recordaba. Y así se convenció de que la historia del país no tenía su eje en los ataques del Morro, sino en los que batallaron con bejucos. ¿Fue esa la razón por la que el alcalde de Utuado botó los libros de Picó a la basura?
Lo que comenzó como una sospecha (días antes de su defensa de tesis se unió a la marcha de César Chávez) se convirtió luego en una poética de la sorpresa. Su libro Los gallos peleados lo escribirá en medio de la huelga del 81 sin un marco teórico claro, solo dejándose llevar por lo que encontraba en los Libros de Novedades de la Policía. Allí se topará con los marginados, los locos, los violentos y los suicidas que buscaba: todo el excedente de esa aplanadora llamada Historia. Y así surgieron otros libros: en el prefacio de Vivir en Caimito se mezclan los sonidos de un mecánico arreglando un carro, los altoparlantes de un culto religioso al aire libre, el raspar de un caldero y el cantar de los gallos; en el prefacio de su breve De la mano dura a la cordura aparece el sujeto que intentó robarle un menudito de su carro; en el prefacio de Contra la corriente se escuchan a los estudiantes que investigan en Colecciones Puertorriqueñas comentando el precio del bistec machacado de los periódicos viejos; y, entre tantos otros prefacios, está El día menos pensado y los confinados de máxima seguridad del Anexo 292 de Bayamón a los que Picó le daba clases. ¿Habrá sido eso lo que asustó al alcalde de Utuado?
Puede que no se trate ni siquiera de susto, sino de simple desidia municipal. Por eso, Picó siempre salpicaba sus prefacios de una suave ironía: en un prefacio dice: “este libro no es para regalar en el Día de las Madres”; en otro aconseja llevarse el libro frente al televisor y “leer párrafos durante los comerciales”. Si Fernando Picó se hubiera enterado a tiempo de que el alcalde de Utuado iba a enviar a la basura los libros que él mismo le donó, de seguro hubiera escrito un prefacio -el último- solo para que la estadía de su obra en el vertedero fuera un poco más digna.
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El expolio de nuestro patrimonio histórico, por Ana Medina Hernández
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