En 2002, Laura Hernández descubrió lo que significaba caer presa en un sistema que parecía no hablar su idioma. No era solo otro país, sino otra forma de justicia. En República Dominicana, donde fue arrestada junto a su entonces esposo por un caso de presunto narcotráfico, se enfrentó a un modelo judicial en el que el juez investigaba, acusaba y juzgaba.
“Era como estar en un juego donde las reglas cambiaban y te confunden (...) Estaba encerrada en un país extraño con leyes desconocidas”, recordó 23 años después en entrevista exclusiva para la cuarta temporada de Las Caras del Crimen de El Nuevo Día.
Lo que siguió fue un proceso que la marcaría por tres años y que la expondría a un sistema que, en ese entonces, aún no conocía la presunción de inocencia como principio práctico.
El 8 de septiembre de 2002, Hernández desayunaba junto a su exesposo, Marcos Irizarry, en la provincia de Higüey, cuando fueron interrumpidos por hombres armados. Los esposaron y llevaron a la sede de la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD).
Además de Hernández e Irizarry, las autoridades dominicanas arrestaron a otros seis puertorriqueños —todos vinculados al mismo supuesto delito— tras incautarles un total de 70.4 kilos de cocaína.
Los medios informaron que 53 kilos fueron ocupados en dos vehículos y 17.4 kilos adicionales en una lancha interceptada en el puerto de Punta Cana.
Para Hernández, la versión oficial nunca encajó. “Me colocaron en una lancha en la que yo nunca estuve”, sostiene aún. “Tengo los pasajes de avión. Yo ni llegué en lancha ni me iba en lancha”, reiteró.
Durante los primeros nueve días tras su arresto, estuvo incomunicada. Relató que, en ese momento, todo tenía que pagarse en las cárceles dominicanas: la cama, el agua, la comida y hasta los productos de higiene personal.
“Fue atropellante”, resumió. “Uno piensa que va a llamar un abogado, pero no sabes ni por dónde empezar. Era un sistema donde tú eres culpable hasta que pruebas lo contrario”, expresó.
El sistema judicial dominicano de entonces se distanciaba del modelo que hoy rige en el vecino país. Durante su primer juicio, en 2003, el sistema penal aún operaba bajo un modelo inquisitivo, en el que el juez tenía un rol en la investigación y el interrogatorio.
Mas esa figura no era totalmente ajena a Puerto Rico. El profesor Carlos Gorrín Peralta, docente de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana, señaló que hace décadas en la isla también existió un modelo de rasgos inquisitivos dentro de lo que entonces era el Tribunal de Distrito.
“Desde los años de las leyes orgánicas e incluso bajo la Constitución de Puerto Rico, a partir de 1952, para los casos penales que se veían en el Tribunal de Distrito, no había fiscal. El juez hacía todas las preguntas. Eso era, por supuesto, un defecto (...) Cambió en los años 70”, explicó el catedrático a El Nuevo Día.
El académico añadió que esa dualidad generaba un reto inevitable: “En la medida en que sea el mismo juez el que determine los aspectos preliminares de si procede iniciar un procedimiento y después enjuiciar a la persona, hay más dificultades porque todo depende exclusivamente de la más absoluta objetividad”.
“Lo ideal en este tipo de sistemas es que haya un juez de instrucción, como le llaman en muchos lugares, que no sea el mismo que va a presidir el juicio”, distinguió.
La brecha entre el derecho y su aplicación
Lo que el profesor describió desde la teoría, Hernández y su defensa lo vivieron en la práctica.
Su abogado, Freddie Castillo, quien la representó en el juicio de apelación —tras ser condenada el 25 de junio de 2003 a siete años de prisión por complicidad en tráfico internacional de drogas y asociación de malhechores—, explicó que, en aquel momento, el sistema judicial dominicano atravesaba un proceso de transición.
Ese cambio se formalizó con el Código Procesal Penal aprobado en 2002 y que fue puesto en vigor en 2004. El nuevo modelo separó las funciones de investigación y acusación, delegándolas en el Ministerio Público.
Para Castillo, lo que Hernández experimentó no fue el resultado de una norma escrita, sino de una estructura judicial influenciada por otras presiones.

“La prensa por un lado, sectores de la política incluso, tenían interés en jugar un papel de censores. Todo eso influía. Y sobre todo porque el juez no tenía una garantía total de su puesto. Podía ser removido”, señaló.
Según el abogado, el caso de Hernández se agravó por varios factores: “No era culpa de ella. Se trataba de extranjeros acusados de narcotráfico internacional, y eso era un tabú terrible. Los jueces veían esos casos con más rigor”.
En ese momento, compartió, era casi inaudito conseguir una fianza en casos de acusación por tráfico de drogas. El abogado recordó que, incluso, hubo una época en que la ley prohibía por completo concederla a personas acusadas por ese delito.
Esa rigidez, unida a la atención mediática, marcó el proceso, explicó Castillo. “No fueron los medios como tal, sino la publicidad que se generó. Mientras más importante eres, con más ojeriza se te juzga y, si el juez te favorece, puede temer que digan que lo hizo porque eras figura pública. Eso, inevitablemente, obra en tu contra”, sostuvo.
Cada audiencia en el tribunal era, según Hernández, “un espectáculo”. Durante el juicio, la expresentadora denunció incongruencias en las pruebas: tres actas de allanamiento con supuestas horas distintas, un bulto azul con 50 kilos de cocaína que no coincidía con la evidencia inicial y la presunta aparición posterior de droga en un compartimiento oculto de la lancha.
El proceso de apelación se extendió durante casi tres años y, en medio de ese periodo, ocurrió un motín en la cárcel pública de Higüey, el 6 de marzo de 2005. Más de 130 confinados resultaron calcinados, entre ellos dos puertorriqueños convictos en el mismo caso que la comunicadora: Edwin Adams Cotto y Arod Levy III.
La apelación y el giro judicial
En julio de 2005, la sentencia de Hernández fue finalmente reducida por el Tribunal de Apelaciones a tres años. El panel de jueces también redujo de 15 a 10 años de prisión la sentencia de Irizarry, así como la de Jorge Ortiz Batista y Antonio Rodríguez Morales.
En los casos de Karla Michelle Morales Cruz y Heidi Romero Esquilín, sus condenas se mantuvieron en tres años.
Sin embargo, antes de obtener su libertad, Hernández debía comparecer ante un juez y cumplir con una condición: responder si se arrepentía del presunto delito.
“¿Qué? ¿Después de lo que yo he luchado para demostrar mi inocencia? Olvídate de la probatoria. Yo termino aquí (en la cárcel) lo que me falta por terminar", recordó como su pensamiento inicial.
Pero luego cambió de parecer y accedió a la vista. La empresaria relató que, en ese momento, sacó una carta de su bolsillo y leyó lo siguiente: “Bueno, si en el tiempo que yo he estado aquí yo he dicho o he ofendido a alguien o he dicho algo que ha ofendido a alguien, pues pido perdón (...) No era la versión del perdón que querían, pero es la que les pude ofrecer”.
Esas palabras le permitieron salir dos semanas antes de lo previsto, aunque ese no fue el último capítulo de la historia judicial.
Tres años más tarde, en 2008, se reveló un giro inesperado en el caso cuando el principal testigo de la fiscalía, el teniente coronel Jorge Luis Peña Segura, fue atrapado esperando un envío de 95 kilos de cocaína arrojados desde un avión. Fue arrestado por tráfico de drogas.
“No fue el pueblo, fue el sistema”
Hoy, Hernández separa claramente su crítica institucional de su gratitud hacia el pueblo dominicano.
“Mi molestia fue con el sistema, no con los dominicanos. ¿Tú sabes cuántos me ayudaron? Me llevaban comida, ayudaban a mi mamá. No es el pueblo. El pueblo sufre igual. Mi dolor fue con el atropello y la injusticia", señaló.
Incluso, a pesar del infierno vivido en el vecino país, Hernández, a quien no se le impuso una restricción de entrada, regresó años después en un crucero al que fue invitada.
“Aunque yo no tenía deseos de regresar a República Dominicana, hacía una parada de una sola noche y tenía ganas de ver a ciertas personas que me dieron la mano durante ese tiempo que estuve allí, que no iban a poder viajar a Puerto Rico. Aunque habían pasado unos añitos, pude ver a esas personas”, comentó.
Casualmente, el barco que la llevó de regreso a República Dominicana atracaba frente a la cárcel en La Romana — justo en el mismo sitio donde, años atrás, otro crucero llegó repleto de boricuas durante su encarcelamiento
“Llegar y poder verlo desde ahí, desde ese otro sitio, desde el otro lado, como llegaron miles de puertorriqueños que me visitaron, se me encogió el corazón. Porque podía ver la cárcel, podía ver la ventana de donde yo dormía. Pude ver todo eso desde el otro lado”, indicó y añadió que eso “fue sanador”.
Veintitrés años después, el eco de su caso todavía resuena entre quienes la siguieron. Pero Hernández evita definirse por aquel proceso.
Dice que su verdadera victoria no fue salir de prisión, sino aprender a vivir en libertad después del encierro. Asegura que su historia ya no es de dolor, sino de resiliencia.

Detrás de la historia